Distancia y plenitud
Carrusel
Ioana Gruia
Visor
68 páginas | 10 euros
Nacida en Bucarest (1978) y residente en Granada, donde ejerce como profesora de literatura comparada en la Universidad, Ioana Gruia escogió el español como lengua literaria. Al Premio Emilio Alarcos de poesía que ha ganado este año con Carrusel se suma el Andalucía Joven por su libro anterior, El sol en la fruta (2011). También es autora de varios ensayos y de dos novelas, La vendedora de tiempo (2013) y El expediente Albertina (Premio Tiflos, 2016).
En cinco apartados se divide Carrusel; el primero de ellos, que lleva el mismo título del libro, enlaza con algunos pasajes de La vendedora de tiempo: se nos habla de una ciudad anclada en un tiempo gris de dictadura, Bucarest en los años setenta, una ciudad imaginada antes que vivida. O tal vez reconstruida a partir del relato de los mayores: “La ciudad se veía como siempre,/ en tonos apagados y brutales./ Inmuebles feos, sombras con abrigos,/ todo seguía igual, pero lejano”. El poema “Fuera de campo” se sitúa también en esas fechas y tiene como protagonista a la madre: “Vives/ en un país cruel e incomprensible.// El mundo está, lo sabes, en otra parte”. Este verso me recuerda a una novela de Milan Kundera que se tradujo al español como La vida está en otra parte, siguiendo de cerca la frase de Rimbaud (“La verdadera vida está ausente”); el argumento nos trasladaba a un mundo muy similar al de estos poemas, un espacio cercado por el miedo, la censura y el hastío (es el caso de “Estación abandonada” o “Puertas cegadas”).
Sin embargo existe un contrapunto en la luz de los girasoles, al hilo de una cita de Montale, o en la música que suena en un puente de París, en todo aquello que alumbra un presente sin concesiones a la nostalgia (“el deseo me asalta,/ me arquea por encima de los miedos”) o propicia un reencuentro feliz con la infancia (“Piedras en la playa”), muy a tono con el título del libro y su evocación festiva. “Huellas de un animal sobre la nieve”, el poema que da título a la segunda parte, aborda el secreto e introduce un nuevo tema, el de la identidad no cerrada. Y surge también lo que se esconde bajo la apariencia o la superficie en “Fractura”, “La ciudad” y “El jardín oculto”, antesala de la reflexión metapoética que domina en la sección “Fisuras”, a través de Walter Benjamin o Sylvia Plath, sin que falten alusiones a la tragedia de la inmigración (“Cadáveres llegaron a la playa”).
La música y el paso del tiempo constituyen el núcleo argumental del siguiente apartado, “Una forma de bondad”. A la manera de T. S. Eliot, cuya obra conoce muy bien Ioana Gruia, el presente contiene el pasado y el futuro, como se observa en “Viejos tangos” (“Cuando todo acabó/ volvió el futuro,/ con el desgarro de los viejos tangos”). Y la música no es solo un tema en este libro, sino también un principio formal, un impecable hilo conductor; su evocación va tan íntimamente unida a la relación amorosa (“Le coeur volcan”, “Canto de sirenas”, “Granada”) como a la memoria familiar (“Herencia”, “Formas de vivir”): un tocadiscos o unos muebles viejos que guardan cartas de amor son objetos que tienen su propia historia y se convierten en “espectros del recuerdo”. Como ya ocurría en el libro anterior, El sol en la fruta, el amor y el erotismo no se disocian: “Las pupilas brillantes, el deseo/ aúlla desde el fondo de los cuerpos” (“El corazón del tiempo”). Pero el amor —un aplazamiento de la muerte, se dice en el poema “Tu risa”— puede ser al mismo tiempo fractura y salvación, distancia y plenitud.
Los dos poemas del apartado final, “La casa poema”, están dedicados a la hija pequeña, Kezia. Ahora, la maternidad es una forma de vencer el miedo, un “segundo país” que se sitúa en el “lado luminoso de la noche”. Y a tono con el sentido unitario del libro viene a decirnos que “la poesía es confirmar la vida/ y el amor, una forma de bondad”.