El autorretrato de la literatura
Ejercicios para el endurecimiento del espíritu
Gabriela Wiener
La Bella Varsovia
104 páginas | 12 euros
Gabriela estás en la edad de ser valiente / así que lo seré”. Con estos versos pone punto final a su poemario Gabriela Wiener. Ejercicios para el endurecimiento del espíritu es un título arrancado de otro cuerpo textual, Claus y Lucas, novela de Agota Kristof. Wiener es valiente por su manera de autorretratarse y de utilizar la lengua literaria. Por su manera de utilizar la lengua literaria para autorretratarse como mujer y conseguir que el autorretrato modifique la lengua literaria. Wiener es violenta y tierna porque, pese a las convenciones, los días de San Valentín y los algodonosos conejitos de los poppy cards, la ternura siempre lo es. Violenta. Ahí es donde adquiere significado la elección del título, esos Ejercicios para el endurecimiento del espíritu, que forman parte de la educación —el adiestramiento— de Claus y Lucas: ellos logran endurecerse con y frente a los discursos del horror, el insulto y las represiones, pero se desarman y lloran como niños ante el recuerdo de la perdida ternura de su madre. Gabriela Wiener habla de socialización, de la construcción de una identidad femenina a través del discurso siempre violento de las madres, porque la educación, incluso el amor tal como lo entendemos, siempre es un modo de violentar al otro. El discurso de una madre consiste en actitudes, castigos, halagos. La madre de este poemario es la madre en quien quizá no nos queremos convertir.
La voz se torna especialmente violenta cuando alude a un cerco del que nadie escapa: sexo, cuerpo, duplicaciones, juegos, simulaciones. La simulación de una maternidad en la que una niña tortura a su muñeca. Como todas las niñas. Como todas las madres en las que no nos queremos convertir y en las que es probable que nos convirtamos. Escribe Wiener: “siempre estoy de puntillas/ como una mosca en la muñeca de mi hija.” “Hago una vida de puntillas” es un poema excelente. Igual que “Pelos” y “La piel de un animal que no sabe protegerse”, un texto del que extraigo una conclusión: en las metamorfosis —en las adolescencias— sufrimos como el hombre lobo cuando las manos se le llenan de pelos y se le retuercen las costillas, se descoyunta y se pone a cuatro patas.
En el recorrido que Wiener hace por la familia y la pareja, en su fusión de lo lírico y lo antropológico, hay una rabia íntima y colectiva, privada y pública. Se notan las ganas de decir y el decir no es desganado ni melancólico. La poeta se apropia de consignas de resignación que se transforman en emblemas de resistencia: frente a la idea de que no se puede atravesar los trenes con rosas y de que es más realista querer intervenir en la vida de cada persona que en la realidad de todas las personas juntas, en estos poemas hay confianza en la escritura, en la educación, en el cambio que se produce en las actividades introspectivas, en el endurecimiento de un espíritu que no es sinónimo del alma. Porque esta poesía no es sagrada ni confesional, sino una poesía que cuenta cómo las casas humedecen a sus habitantes. Cómo el peso de los fantasmas que impregnan las paredes de nuestro piso se mete dentro de nosotros y hay un nudo invisible que nos ata a otros cuerpos. Esta poesía materialista huye de los esencialismos femeninos para reivindicar la experiencia y contarnos que tal vez no aprendemos nada del sufrimiento o de la felicidad, de las emociones sin filtro, pero sí de la escritura de esas emociones. De la distancia que endurece y nos hace lúcidos. De la escritura como parte de la materia. La distancia es en la escritura una amenaza y una necesidad: “hay una hoja danzando entre mi lengua/ y lo que dice mi lengua:/es un bocado peligroso/si lo llego a tragar/si lo llego a decir”.
Gabriela Wiener con su escritura afronta los peligros. Es valiente. Mira, traga, metaboliza, crece, dice, arriesga, llega, inquieta, comunica.