El dedo en la llaga
Bajo la luz, el cepo
Olalla Castro
Hiperión
81 páginas | 10 euros
Olalla Castro (Granada, 1979) cuenta cuatro episodios de la historia que sucedieron entre 1845 y 1869. Lo hace, a pesar de la lejanía en el tiempo y en el espacio, en primera persona y en presente para que no los leamos como piezas de arqueología o capítulos de algún manual de curiosidades sino como lo que son: ejemplos de plena actualidad de la verdadera condición de los seres humanos y metáforas vigentes de la naturaleza del horror, del sinsentido, del sufrimiento, de la desolación, del pavor y de esa infructuosa búsqueda de certezas que casi siempre acaba desembocando en una ardua e inútil lucha por la supervivencia física, emocional y espiritual.
En la primera parte, “La expedición perdida de Franklin (1845-1848)”, una mujer (Virginia) disfrazada de hombre (John) que se embarca en el Erebus huyendo de su “sexo esponjoso” y porque querían casarla a la fuerza con un “señor enjuto” y que lee “a Dickens / mientras los hombres beben / y sueltan sus bravatas”, cuenta cómo tienen que abrirse paso, cuando quedan atrapados por el hielo, entre icebergs, glaciares, osos polares, el hambre, el frío y la soledad. Mientras queman libros para calentarse (“Las palabras, / como gusanos en su caja de cebo, / se retuercen antes de morir”), ella aprende de los inuit, de cuya tierra se siente invasora, modos de pescar y de practicar la compasión universal. La segunda, “Por la ruta de Siskiyou (1848-1855)”, está protagonizada por una caravana que avanza hacia California para buscar oro, esa quimera o esa mentira que costará la vida a tantos. En la tercera, “Las histéricas de La Salpêtrière (1862-1867)”, ese lugar donde “Los hombres de blanco / dicen que nuestra locura se aloja / entre las piernas”, una mujer aúlla como un coyote antes de que le pongan la camisa de fuerza y la lleven a la sala de corrientes. En la cuarta, “La leprosería de la isla de Molokai (1866-1869)”, alguien, rodeado de mutilados por la enfermedad, recuerda a sus dos hijas mientras toma conciencia de que de allí solo saldrá como cadáver.
Bajo la luz, el cepo es un libro que duele desde el primer verso. Uno intuye que esas historias que protagonizan cada una de sus partes no han terminado de pasar. Es más, que siguen pasando, que siguen siendo las nuestras. El horror de ser humanos en un mundo que pasa por alto (con cinismo, con desvergüenza, con falacias, con sofismas) tantas inhumanidades. Y la soledad milenaria de ser mujer en sociedades que todavía hoy las relegan, las malinterpretan, las usan, las maltratan y las obligan a disfrazarse de otra cosa para intentar burlar, no siempre con éxito, a los que se burlan de ellas. Olalla Castro habla de esto con un lenguaje diáfano, sin efectismos y prosaico, pero que se atreve con las oscuridades de las pasiones que nos mueven (la codicia, el deseo, el afán de aventuras, la ciencia), se preocupa de conmovernos como paso previo a la toma de conciencia de cómo funciona lo real, y se hace honda poesía mientras nos lleva de la mano por esos paisajes agrestes. Uno cierra el libro y le queda esto: un agujero negro al que asomarse, el agujero negro de lo que es (de lo que somos), la luz negra que absorbe, inmisericorde y desfeliz, nuestros sueños íntimos y colectivos. Cuatro episodios de la historia de la humanidad que se repiten y que nos vuelven redundantes y ridículos. Y la poesía, que, cuando lo es de verdad y cuando logra trasvasarse a sus lectores, pone el dedo en la llaga para señalarla primero y cauterizarla después.