El símbolo de la paciencia
Piedra rota
José Ramón Ripoll
Tusquets
168 páginas | 14 euros
La trayectoria poética de José Ramón Ripoll (Cádiz, 1952) adquiere poco a poco visos de referencia canónica. Poeta, ensayista, musicógrafo y director de RevistAtlántica de Poesía, su obra —que sigue en marcha— ha merecido varios de los más renombrados galardones del panorama nacional, como el Premio Rey Juan Carlos I o el Premio Tiflos, y ha sido publicada por las mejores editoriales del país. No en vano, tres de sus libros más significativos, El humo de los barcos (1984), Las sílabas ocultas (1991) y Niebla y confín (2000), fueron reescritos en 2002 y compilados por la Colección Visor de Poesía en un solo volumen bajo el título de Hoy es niebla.
En agosto de aquel mismo año, un reconocido suplemento cultural publicaba algunos de los textos incluidos en su último poemario, Piedra rota, lo que nos da la medida de la paciencia y la minuciosidad con que Ripoll opera antes de entregar una nueva obra a la imprenta. El libro se perfila como un largo monólogo que la voz del poeta mantiene ante el hallazgo, la posesión y la pérdida de una piedra arrastrada a la orilla del mar. No resulta difícil pensar en esta imagen a la luz de un sutil paralelismo: el célebre príncipe danés enarbolando la frágil calavera que el imaginario colectivo se empeña erróneamente en ligar a la frase archisabida: “¡Ser o no ser!; de eso se trata”. Como Hamlet, el sujeto poético que recorre estos poemas mantiene con su objeto un fecundo diálogo de autoconocimiento, así como una actitud receptiva y reverente hacia la belleza, la sublimidad y la sabiduría inefable de la naturaleza como revelación de lo absoluto. De este modo, la piedra, objeto de culto de larga tradición histórica presente en casi todas las culturas (pienso en los mayas y su adoración por la obsidiana o en la Kaaba de los musulmanes, sin olvidar su constante aparición en los textos bíblicos o su relación con la alquimia y la filosofía medieval), se convierte en símbolo de la propia conciencia, desdoblada en las manos del poeta, y a la que buenamente podrían aparejársele las palabras que Valle-Inclán, en forma de taimado aforismo, consagrara al respecto en La lámpara maravillosa: “Ama todas las cosas en la luz del día, y convertirás la negra carne del mundo en el áureo símbolo de la piedra del sabio”. Una luz esta que, según ha escrito el propio Ripoll, “señala más que ilumina, y funde dos estados del alma, piedra y ser, permanencia y vacío”.
Es en ese equilibrio armónico entre lo visible y lo invisible, entre el ser y la nada, que en ocasiones roza de modo pretendido un abierto hermetismo, donde radica la poética del autor gaditano. Los poemas que componen Piedra rota funcionan como «mónadas autónomas que se derivan unas de otras adaptando la forma de variación o diferencia musical», y operan como signos o «muecas en el aire que van adelgazándose» hasta alcanzar su definitiva disolución. Así, su propuesta se instala de lleno en el plano de la abstracción mística, evocando en el lector la experiencia de lo absoluto a través de poemas fragmentarios y marcados silencios discursivos en los que, de forma inadvertida, el vacío se pone de manifiesto. Este recurso a la fragmentación analítica del todo en cada una de sus partes discurre en paralelo a la disolución del propio lector en los poemas, confiriendo a los mismos un carácter plenamente contemporáneo.
Ripoll ha cincelado en Piedra rota un retrato admirable de la naturaleza disyuntiva y efímera del mundo sensible en su íntima relación con el hombre. Por eso urge leerlo.