Espectador de su recuerdo
Fábricas abandonadas
Rodolfo Serrano
Renacimiento
156 páginas | 15 euros
La poesía de Rodolfo Serrano es un hombre acodado en una barra con su verdad en los labios. Escribo con su verdad en los labios, y no en la voz, ni en los ojos, porque algo hay de relato contenido que se resiste a ser verbalizado, que se guarda su peso de hombro y vida en un fondo latente de silencio. Sin embargo, el sonido deambula en torno a su figura: el ruido de la máquina de café, los hielos al caer en los vasos de tubo y el brillo musical de un ángel joven. Podemos verlo ahora, una tarde invernal, con el sombrero calado hasta las cejas y el cuello levantado del abrigo, con su verdad en los labios, del poema convertido en un retrato que se ofrece al que llega, al amigo, al lector.
Fábricas abandonadas, con hermoso título, derrotado y nostálgico, cedido por el cantautor Fran Fernández, es la más reciente entrega poética de Rodolfo Serrano: una antología con poemas de sus cinco libros publicados, más nueve inéditos. Comienza con un prólogo de Adán Latonda, que acierta en el tono íntimo y en la valoración de algunos elementos simbólicos constantes en Rodolfo: viejas radios de posguerra,ciudades en penumbra, habitaciones de hotel, ternura y soledad. Porque en estos poemas hay un mundo cada vez más reconocible, de brillo y compasión, de un hombre que espera el paso de la luz en una esquina lluviosa, en Antón Martín, y unos años después vuelve a contemplar la misma escena: pero ya desde dentro de un café, al otro lado del cristal, entumecido de llovizna y frío, viendo cómo otro hombre, que le recuerda a él, pero mucho más joven, también espera en una esquina de Atocha ese repiqueteo de tacones sobre la acera húmeda, el cuerpo que se agita bajo una gabardina, cada vez más lejano.
Son esos los dos momentos diferentes que podemos encontrar en su poesía: el hombre que se sabe actor protagonista de sus días, y el que pasa al papel de espectador. Así, en su primer libro Especial para cócteles (1989), se nos abre el discurso inmediato y nocturno de alguien que está en la vida, en sus cauces abiertos, siendo dueño aún de sus claves simbólicas, fundando un coloquialismo que no requiere un artificio retórico, porque está en la naturalidad de vivir y decir. Al fondo, un ligero tono machadiano, de Manuel y de Antonio, y una especie de música ambiental que, por momentos, nos suena a un Gil de Biedma desprovisto de edificio intelectual, en un discurso de diario poético. Esa sería su primera etapa, con ese único libro. En 2009, veinte años después —de nuevo, Gil de Biedma: “ahora que de casi todo hace ya veinte años”—, aparecerá Al oeste hay apaches, y La blancura de la ballena (2010), seguidos de Los cuerpos lejanos (2014) y El llanto de Aquiles (2015). En estos cuatro libros, publicados entre 2009 y 2015, el sujeto poético se convierte en un espectador de su recuerdo; pero gana temperatura moral, humana y lírica, cuando la elegía se convierte en una mirada compasiva —que no autocompasiva— ante la enfermedad y el dolor de vivir: especialmente en Los cuerpos lejanos, ya por la quinta edición, en Frida: lejanía amorosa, lejanía de la vida que debe ser vivida, pero también del propio cuerpo que nos abandona y nos va silenciando el apetito, mientras se gana profundidad en el paisaje.
Paseos por Córdoba con Vicente Núñez, Philip Marlowe y Rick Blaine arañando una bruma de aeropuertos, Cavafis y John Wayne navegando el desierto, Aquiles con vejez, Catulo y su gin-tonic, es el imaginario de un hombre que sigue cincelando el poema vivo de su conversación.