La gota que sueña con ser río
La gruta y la luz
Francisco Ruiz Noguera
XVI Premio Generación del 27
Visor
82 páginas | 10 euros
Con una decena de títulos en su haber −entre ellos: La manzana de Tántalo, Simulacro de fuego, El oro de los sueños, Otros exilios− y reconocida con premios como el Ricardo Molina o el Juan Ramón Jiménez y, ahora, por este libro que nos ocupa, con el Premio Generación del 27, la obra poética del malagueño Francisco Ruiz Noguera va creciendo ajena a efímeras tendencias, a oportunas modas -aunque no desconocedora de ellas- y fiel a sí misma como lo es al verso de Góngora, “a batallas de amor campo de pluma”, que el poeta esgrime siempre como pórtico y lema. Una obra templada y sustantiva, poesía culta y esculpida meticulosamente con la inteligencia que busca el nombre exacto de las cosas pero que sutilmente lo vela, lo difumina para que aflore el gran hacedor de la poesía, el misterio.
Si en la “Oda a Walt Whitman” escribía Lorca que el poeta de Long Island soñaba ser un río, aquí es la misma gota de agua la que sueña con convertirse en esa corriente de vida, en vida misma, hasta alcanzar el inevitable final manriqueño. El pulso de la existencia aparece encarnado en la poderosa fragilidad, en la “ficción verdadera” del presente. Esa abarcadora metáfora de la pequeña gota que en una oscura y silenciosa gruta anhela ser río, escuchar los sonidos de la vida, ser tocada por la maravilla de la luz, y permanece presa en el interior, resume simbólica y vívidamente la frustración de los deseos. Y hay muchas cuevas y grutas, bostezos de la tierra, los llamó Góngora, en estos poemas de pugna permanente entre luz y sombra como, en el principio de todo, fue la lucha entre los ángeles. Batalla que podría decirse resuelta en el poema “El vampiro incierto” y en el que, al igual que para Roma la solución eran los bárbaros (Kavafis en la memoria), aquí la redención es la muerte menos suave: “Mira por la ventana / y un rayo luminoso / le anuncia el nuevo día. // Nada en él se deshace / cuando la luz del sol baña todo su cuerpo. // Mas siente, sin embargo, / entre dulce y violenta, / la estaca redentora que atraviesa su pecho.” Muerte como liberación de lo más temido: la incertidumbre. Es decir, de la existencia en territorio indefinido. De ahí esa falsedad de los espejos −sin reflejo para el vampiro− que constata el autor y contrasta con la verdad sensual que, por ejemplo, desata el vino. También la otra verdad, la amorosa que, cálida, desafiante, habita el recuerdo y en él perdura: “No arde la ceniza, pero guarda / la memoria del fuego, / el recuerdo dorado de la llama, / el claror de la luz, / y, así, es ceniza viva, / la que tengo en mis manos.” Un paso más: la súplica por retener el vértigo fugaz de una vida alejada de la monotonía, exenta de la carcoma de la rutina.
En la segunda, de las cuatro partes en que se divide el libro, Ruiz Noguera nos pasea por una fabulada galería de arte urbano, nos conduce visualmente ante sus asombros. En estas miradas de prosas pictóricas la reina es la luz, poemas construidos como planos pictóricos o escultóricos y resueltos en perspectivas anímicas, en ellos se produce el abrazo entre lo natural y la construcción y las figuras aparecen en escorzo, no plenamente frontales, para tentar al misterio mediante la perturbadora vía de la belleza, entendida esta no solo como contemplación sino como acción. Una acción que Ruiz Noguera lleva también a la introspección metaliteraria, a la reflexión sobre la palabra y la escritura: gruta y luz.