La lluvia, el corazón
Los astronautas de verdad no regresan a casa
Rafael Muñoz Zayas
Pre-Textos
48 páginas | 12 euros
Rafael Muñoz Zayas (Panamá, 1972) escribe bajo la lluvia. Sin abrir el paraguas porque confía en que, pese a todo, el cuerpo sepa interpretar mejor el lenguaje de las gotas, pero desconfiando de la intemperie porque nuestro planeta (y los valores morales e históricos que lo sustentan) está muerto “en medio del espacio”. En “Canción incierta para una mañana de cumpleaños”, un poema en el que “el mundo cae por un embudo” y alguien, en medio del pavor y de los sueños tristes, construye “un amor con piezas de lego”, se afirma que “la lluvia ha venido para devorarnos”. En “Savia tóxica”, donde “se han secado las fuentes una tras otra”, se enuncia la paradoja de que “la lluvia de uranio desmedida / ha venido / para salvarme”. En “Hablamos” se precipita, repetitiva y feroz, “una lluvia / lluvia poco / poco favorable”.
Pero Rafael Muñoz Zayas también escribe con el corazón. En “El verdadero mal (de nuevo)” es esto precisamente, el mal, “lo que vuelve al corazón / un kilo de nieve”. En “Hyde”, un hermoso texto sobre el desdoblamiento y las sombras interiores, confiesa que “esta bestia de mí quiere / arrancar tu corazón”. En “Pequod” nadie puede detener el tiempo que sopla por todas partes y “también en mi corazón”.
La lluvia, el corazón: los despojos de lo que nos queda mientras se nos apaga la luz (como a las luciérnagas), el ártico se instala en nuestros ojos (como en el de los vampiros), intentamos salir del “laberinto vigilado” y de las arenas movedizas (como ocurre en cualquier gran ciudad) o caemos en la cuenta de que “nuestra materia es igual / a la del diente de león frente al fuego” mientras jugamos a la ouija. La fragilidad y el fin de lo que conocemos y de nuestro modelo de civilización. Por eso los astronautas (Komarov, el soviético convertido en héroe tras su desaparición en el espacio, y varios más) y la ciencia ficción (donde hay “prisiones interestelares”, “soledades biónicas” o “pensamientos psicotrónicos”): porque nos transportan a universos lejanos o deseables; y porque su mera posibilidad sirve como prueba indirecta de que aquí abajo lo estamos haciendo rematadamente mal. El habla y la poesía han de ser, como se insinúa en “No es una buena idea que un robot ciego pilote la nave en modo automático” (qué metáfora tan certera, por cierto, de lo que le estamos haciendo a nuestras realidades sociales e íntimas), radiactivas si es que queremos que sigan sirviendo a la causa de la alegría, de la felicidad o del sentido. Y el lenguaje ha de abrirse paso por el oscuro sendero de la existencia porque quizás solo él sepa adónde conducirnos cuando todo esto haga estallar la dinamita de nuestras entrañas.
Conmueve, en este libro de Muñoz Zayas, que un diagnóstico tan desolador conviva con pinceladas de vida en estado puro (de vida antes de la muerte o al menos no subordinada a ella): amaneceres, pájaros de pico rojo o negro, enredaderas, un aria de Verdi, un recuerdo de Flaubert, una cita de Rimbaud que nos advierte “que nunca hay nada interesante que contar”, regiones inexploradas donde se puede vivir eternamente, o un pomelo. El porvenir será amargo como este último, en efecto, e incierto (“nadie sabe si abrir puertas / o callarse para siempre”), pero la poesía y el amor siguen alimentando, siguen siendo comestibles, siguen invitando a la esperanza por mínima que sea. Nadie regresará a casa, entonces, y eso, el estar vagando o el haberse desvanecido en medio de la nada, será nuestra única verdad. No es poco para recomenzar.