La memoria de la palabra
Actores vestidos de calle
Luisa Castro
Visor
103 páginas | 12 euros
Trece años después de Amor mi señor (2005) publica Luisa Castro este libro en el que se acentúa una considerable depuración expresiva de la primera etapa reunida en Señales con una sola bandera. Poesía reunida (1984-1997). Así como en Amor mi señor el juego con las tradiciones poéticas medievales servía de mediación formal para abordar con emoción distanciada el tratamiento del desamor y sus avatares, en Actores vestidos de calle la poeta efectúa ahora lo que en síntesis podría verse como una plural revisión del sujeto sentimental de su poesía en el tiempo.
Dividido en cinco partes, la primera, “Osetia, 2004”, es una extensa elegía fúnebre por las más de trescientas víctimas, la mayoría niños, de la matanza en la escuela de Beslán por terroristas musulmanes en septiembre de 2004. La voluntad testimonial y el patetismo explícito del poema son excepcionales en la poesía de Luisa Castro y aportan una tonalidad elegíaca que se va modulando diversamente a lo largo del conjunto.
“El círculo vacío” establece el sentido de la reflexión sobre memoria y palabra de la segunda parte con una significativa cita de Lucrecio: “De una oscura materia escribo”. Desde un cierto conceptualismo inicial hasta la expresión sentimental con que se cierra la sección, se constata la densidad dolorosa de la memoria, la conciencia de la pérdida y la culpa, la inevitabilidad de su peso: “lo que no termina, / lo que te persigue / reclamando de ti / lo que no pudiste darle, / lo que no te perdonaste, / eso es lo que sostiene el mundo”. La palabra poética se afianza sobre ese “algo” que oscuramente la origina y que da lugar a su expresión: “el sufrimiento del personaje / que ya no tiene forma, / sólo un vacío, / un vacío que genera imágenes”. Los últimos poemas acentúan la emoción mediante la evocación de la infancia y la figura de la madre y del amor perdido: “no se acaba esa tristeza / con otro amor”.
Más breves, los poemas de Actores vestidos de calle escenifican de manera elíptica la reflexión sobre la identidad y sus máscaras mediante el cruce de diversas voces: “Y el actor con sus imperfecciones. / Y el que escribe, / tratando de ordenar / lo que sólo el espanto puede producir”. Desde una voluntaria ambigüedad alegórica la incomunicación entre estos personajes deshabitados da lugar, en la sección siguiente, “La isla del abandono”, a una tonalidad sarcástica que nos recuerda La segunda mujer (2006). Siempre, desde el principio, percibimos la cercanía entre los mundos narrativo y poético de la autora, y en los breves poemas de esta sección los motivos del desamor conflictivo, de la despersonalización y de un contradictorio sufrimiento sirven, paralelamente a la diatriba —“el filósofo / seducido por la novedad / que suponía extirpar el corazón de los cuerpos, / separar la carne del alma”—, para la reafirmación de la poética establecida en las secciones anteriores.
“Los poemas de Framura” rinden homenaje a la estancia italiana de la autora. Del escenario italiano al mundo gallego propiciado por la evocación de la madre, esta extensa sección final recupera en términos de mayor sencillez y depuración, con alusiones a la canción tradicional —“dos veces fui a la fuente / y de nada sirvió”— y a un bello beatus ille (p. 93), la extrañeza de la soledad, la continuidad inevitable pero serena del dolor y una cálida evocación de la madre. Un libro de la Luisa Castro de hoy, distinto, denso y sugestivo.