La muerte de John Wayne
Poemas para ser leídos en un centro comercial
Joaquín Pérez Azaústre
Fundación José Manuel Lara. Vandalia
131 páginas | 11,90 euros
En el mismo poema en el que nos enteramos de que Stalin había ordenado el asesinato de John Wayne “por su anticomunismo notorio y radical” (llegó, se dice aquí, incluso a enviar un asesino de la KGB hasta los estudios Warner), vemos al propio actor siendo tumbado por el poeta Gabriel Ferrater en una taberna de Barcelona durante el rodaje de El fabuloso mundo del circo. Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) convierte ese cruce de anécdotas en un alegato en favor de la entereza moral, una cualidad íntima y social que, en un mundo que se desmorona a ojos vistas (un mundo de blandengues, corruptos, lelos, desmotivados y cínicos), hace necesario ir a buscar a esa fábrica de héroes que son el cine, las novelas, los cómics o la poesía. Indiana Jones o el Capitán Trueno, Stefan Zweig (suicidándose en una ciudad brasileña) o Saint-Exupéry (cuyo cadáver reclama un aviador alemán), James Bond (que se juega fichas y mucho más en el Casino Royale) o Michael Corleone (que asiste a su crepúsculo en el lago Tahoe), Omar Sharif, Anita Ekberg, Dustin Hoffman, Robert Redford o Paul Newman (que encarnan lo que son y son lo que encarnan, algo que desmiente la presunta mentira de las ficciones que desarrollan), Víctor Mora o Billy Wilder (que construyen refugios de papel o de celuloide para ponernos a salvo de las dentelladas de lo real), los apaches o los trescientos espartanos que se enfrentaron al inacabable ejército persa (ideales ambos de valentía sobrenatural y de adaptación al medio): estos y muchos otros nombres dan vueltas, como los rollos de película de las películas antiguas, para proyectar en la pantalla del libro y en la de los ojos de quienes lo leen otro modo de contar la historia personal y colectiva.
Pérez Azaústre, que ha leído el clásico sobre los héroes de Joseph Campbell, al que nombra dentro de un poema, y a Umberto Eco, al que no cita pero cuya reflexión sobre apocalípticos e integrados y sobre las relaciones entre cultura popular y alta cultura colorea todo el libro, sabe que nuestro modelo de civilización está caduco y por eso sitúa el futuro en el ayer. El ayer de los ya enumerados y también el de Scott Fitzgerald o el de Sinuhé el Egipcio, todos los cuales son referencias seguras en medio de las incertidumbres y crueldades de nuestro falso, ruin y pobre universo cotidiano. En el cine, las novelas, los cómics o la poesía (o en los viajes, que protagonizan la parte más intimista del poemario) todavía podemos asistir a mañanas y utopías que sucedieron antes, y rescatarlos mientras los revivificamos para que su influencia sobre nuestros sueños y nuestra sensibilidad produzca efectos benéficos. La gran cultura y la cultura de masas, como puede comprobarse en Poemas para ser leídos en un centro comercial, se ponen de acuerdo en esto: en abrir un espacio donde la esperanza, la libertad y la alegría de existir puedan resurgir de sus cenizas mientras nos entretienen y nos hacen pensar.
Este es un libro donde Hölderlin y Mrs. Robinson se cogen de la mano y, entrelazando también sus respectivas y fascinantes locuras (la de la escritura y la del amor), se dirigen despacio al sepelio de John Wayne. Nadie podrá hacer una muesca en su pistola atribuyéndose su muerte porque ningún enemigo puede acabar con alguien íntegro. Está anunciado, por cierto, que el sermón lo dará Joaquín Pérez Azaústre, un joven vaquero de la poesía que donde pone el ojo pone el verso sin que, hasta la fecha, nadie le haya visto fallar.