La sed de lo real
El ciclo de la evaporación
Álvaro García
Pre-Textos
54 páginas | 12 euros
Alguien se asoma por una ventana y ve las duchas de una playa abiertas sobre nadie. Alguien enciende un fósforo y se acuerda de la fugacidad. Alguien toma una taza o una fruta y la realidad se le aparece como mágica. Alguien ve cómo rebota una piedra sobre el mar y de pronto, como ella misma en el agua, el poema se hunde para abrazarse a su fondo. Cada una de las cuatro partes de El ciclo de la evaporación enuncia eso, señala eso: el modo en que lo material se abre a su infinitud (a su inmaterialidad) gracias a una mirada que no se deja engañar por inercias semánticas, filosóficas o científicas. Una mirada limpia de prejuicios y de velocidades impuestas desde fuera que Álvaro García (Málaga, 1965) ha ido cultivando, al menos desde la década y media que ha tardado en culminar este proyecto que cose en uno sus cuatro libros anteriores, con precisión, con inteligencia y a contracorriente de modas y de movimientos literarios.
La vespa amarilla del cartero invoca la calma, las bombillas y las naranjas aluden a la luz, el monopatín y las bicicletas le ponen música o memoria al olvido, la grúa del puerto dialoga con la inexistencia y la tapa del piano con la identidad, un frontón en una alberca revela los secretos del tiempo. Lo concreto (la ropa tendida, las acacias, un bolígrafo, unos muebles, algunos grillos y cigarras, las gaviotas) haciéndose claridad, duración, conciencia, eternidad, extrañeza, espacio, totalidad o nada no para dejar de serlo sino para hacerle sitio y animar al ser que late dentro. Lo real abrevando de las aguas del misterio no para diluirse en él, un esoterismo que ha estropeado tantas metafísicas y tantas poéticas a lo largo de los siglos, sino para algo tan sencillo como saciar su pura sed de vida. Porque es esto, que lo real tiene sed, el humilde secreto que ponen a la vista los poetas (y que quizás se pierden algunos de los otros personajes que son citados en el libro: políticos, pintores, jubilados, parados, locos, enfermos, artificieros, deportistas, médicos o astronautas) y lo que, cuando le dedican sus composiciones, como es el caso, les hace grandes, universales e imprescindibles.
Álvaro García con una mano nos cuenta una historia, que sería la suya si no confiara más en un yo deshilachado que en un yo estatuario, y con la otra la va borrando. Lo que uno lee, entonces, son las huellas, las evaporaciones, de esa historia, cuya desaparición gradual obliga al lector a irse evaporando él también para poderla seguir a esa especie de más allá o de más acá al que se dirige y conversar con ella. Con imágenes y reflexiones diáfanas, con un ritmo de cualidades hipnóticas, con una sabio uso de las intensidades lingüísticas y con una arquitectura sólida y habitable, El ciclo de la evaporación es un poema largo, de casi 1.500 versos, que no se hace largo porque no es el tiempo en él el que lleva la voz cantante. Son las palabras, ese sol que hace que también el tiempo se evapore. Y es el amor, esa confianza instintiva, piel a piel, en la existencia que no necesita, mientras da vueltas en el aire, de la red de las coordenadas espacio-temporales. Alguien contempla los restos de una cena, una gabardina, un vaso de vino, unas chimeneas, un gato sobre una tapia, unas botas, un anillo, un dedo o la luna y, de pronto, ese alguien se marcha y le cede su no estar o su vacío a quien lee. ¿Pero es que toda la poesía de verdad no iba de esto?