La selva mágica
En mi pradera
Frédéric Boyer
Trad. Ernesto Kavi
Sexto Piso
120 páginas | 16 euros
Hace casi una década leí dos ensayos de los que creo haber sacado provecho: Contra la imaginación de Christophe Donner y Elogio de la ficción de Marc Petit. Al leer En mi pradera de Frédéric Boyer he recordado esta artificiosa polémica entre una literatura enraizada en la autobiografía y otra que encuentra su razón de ser en el ámbito de lo fantástico. En realidad, la polémica se reduce al mero deseo de polemizar, dado que en el relato autobiográfico se cuelan todas esas ficciones trascendentes que metabolizamos con el paso del tiempo —yo soy yo porque leí a Nabokov y a Duras y a Clarín— y, a su vez, la ficción es habitada por las pulsiones de un yo que, al enmascararse con la fantasía, nos descubre la vulnerabilidad de su desnudo. Esta cantinela es la que me ha venido a la mente mientras leía En la pradera del polígrafo francés Frédéric Boyer.
La pradera es una de esas metáforas —complejas alegorías— que no cuenta con un referente único. No es como aquella figura retórica simple en la que los dientes son perlas o los ojos, zafiros. La pradera es un collar de significaciones y un espacio polisémico que podemos identificar con lugar de imaginación, poesía y patio de las narraciones reconvertidas a juego infantil. Cabaña del árbol a la que trepamos para escapar del dolor. Lectura con linterna debajo de la manta. Pero, a la vez, la pradera también es cuerpo y una naturaleza misteriosa con su flora y su fauna: un lugar lleno de lugares y acontecimientos que deberán ser interpretados como en esas descripciones de paisajes apacibles o turbios, a partir de los que un astrólogo o un psiquiatra descifran nuestra personalidad. Una naturaleza misteriosa que remite al verdor del Cantar de los cantares —Boyer es coordinador de una traducción de la Biblia al francés— y al marco de aventura de los héroes homéricos y los pistoleros de John Ford: el western funciona como eje vertebrador de este poemario. Si retomamos el planteamiento inicial de la fusión entre fantasía y realidad, entre el yo y el patrimonio de una cultura colectiva, lo más interesante de En la pradera es que la palabra poética, como espacio para la aventura, galope de unicornios, escapada mítica, puede adoptar todas esas formas porque en la claridad de dicho imaginario se asienta su reverso: la voz hiperestésica y consciente de la realidad cotidiana emana de un hombre que sabe que morirá y necesita “Alzar una frontera/ porque no quiero/ este mundo./ Porque el mundo de aquí/ no lo quiero”. En cada imagen luminosa de En la pradera, en el dulce pelo de los animales y en la blancura de las flores, anida el gusano de la intrínseca injusticia de la muerte y las extrínsecas injusticias de los países bombardeados, las desdichas y el hastío, palabra clave que remata el libro. Hay algo social en la poesía que reclama el derecho, pero también la necesidad, de evadirse para ser un piel roja o Ulises en tierra de sirenas: esa reclamación de la poesía como selva mágica se sitúa en un punto lejano respecto a otro tipo de poesía humanista que iguala lo poético con el urbanismo habitable, calle, barrio y plaza: así sucede en los poemarios de Erri De Luca.
La poesía de Boyer imprime un ritmo que nos invita a leerla de un tirón, casi enajenadamente, para después degustar una por una cada una de sus iluminaciones, al margen de la inercia. Haciendo de cada verso un remanso. A su personalísimo modo, Boyer constata la imposible tarea de la escapada y, simultáneamente, entona un canto esperanzador porque “Para crear mi pradera bastan las palabras nosotros resucitaremos”. Resucitaremos trasmutados en naturaleza, en tierra, o en el personaje de uno de esos libros que se nos meten dentro y pasan a formar parte de nuestras mitocondrias.