Laika girando sola en el espacio
La luz de la dinamo
Nuria Barrios
VII Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado
Vandalia. Fundación José Manuel Lara
77 páginas | 11,90 euros
Separar la piel de la vida / no hablo de mudar la piel / sino de eliminarla.” Dos libros han sido, El hilo de agua (2004, Premio Ateneo de Sevilla) y Nostalgia de Odiseo (2012), hasta que Nuria Barrios ha llegado a versos como estos de su reciente La luz de la dinamo, con el que ha conseguido el Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado. Un libro en la fusión y confusión de luz y sombra, unos poemas funambulistas que entre el ser o no ser caminan trémulos como la misma luz de la dinamo al rodar las ruedas de la bicicleta.
La poeta ha dividido el volumen en tres partes: “Entre un antes y un después”, “Las niñas bonitas”, “Una gota de resina”, que conforman un triángulo cuyos lados son Muerte, Amor, Infancia. Pero estos lados no son puros, no inmaculados, pues se abrazan mutuamente, se violentan, se alteran o se ordenan. Se contienen. Es la vida que, como cuchilla imprevisible, con el mismo filo que hiere, a la par, cauteriza esa herida, la cicatriza. Y ahí coloca Nuria Barrios el misterio de su palabra. Un nombrar transparente pero mantenido en la perplejidad, en el asombro, igual que la niña que por primera vez, sola, acaso abandonada, quizás huida, por supuesto extraviada, se encuentra ante un bosque. Un bosque tan amenazante como imantador. Porque mucho de niños perdidos bajo titilantes constelaciones y de adultos con la rosa de los vientos deshojada hay en estos versos.
En el primer poema ya se contiene la esencia del libro: “Seis ciervos / iluminan de rojo el círculo de hierba / las teas de sus cuernos / alumbran la imagen de otro tiempo / inasible / como la felicidad. / Un sonido los alerta / el sol de los venados desaparece / en la negra boca del bosque”. Aquí, la leyenda, lo mítico, el anhelo —desarrollado después en otras composiciones— de atrapar la luz, retener lo mágico, existir en lo sorprendente. Pero el amor tanta conquista exige que se invade a sí mismo, y efímera es la felicidad, huidizo el tiempo. La inocencia se quiebra con el solo e inevitable (a menos que…) hecho de existir, de crecer. Y la vida se extravía como Pulgarcito, como los niños perdidos del País de Nunca Jamás, días y noches son un girar, girar, en un entorno extraño cuyas leyes nos resultan ajenas, son un rotar, rotar, en el espacio como la astronauta perrita Laika. Surge entonces el deseo de apurar la vida, de tomarla en su momento antes de que…, de nuevo ese siempre inevitable “que”. El poema “Between dumplings” es ejemplo de ello. Como la presencia de la muerte lo es en el estremecedor “Salimos a la terraza”. Igual que algo inocente se torna inquietante en “Veo veo”. Y salimos de nosotros, entramos en nosotros, y nos anega la indefensión, asistimos al dolor. Somos indefensión. Somos desamparo. Somos el dolor. Tan presentes en estas páginas, relacionadas con su magnífico libro de relatos Ocho centímetros (2015) en poemas como “Vamos a contar mentiras”, en el muy duro “Un, dos tres”, donde da una vuelta estremecedora a la canción infantil y se adentra inusitadamente en el terror y el vacío de los yonquis. Heridor es también “Para llegar hasta allí”, con el despojamiento progresivo, la desnudez final hasta el hueso ya vuelto polvo, sombra, nada, y el turbador “Cancelado el futuro”, con la presencia agónica de los hospitales. Confieso que leyendo “La muerte posa su dedo” (“donde florecen / tumores como orquídeas”) me estremecí. Porque Nuria Barrios ha escrito un libro llagado, sí, desollado, sí, pero de una ternura conmovedora.