Un libro lleno de árboles
Corteza de abedul
Antonio Cabrera
Tusquets
112 páginas | 13 euros
Cabe recordar ahora que Antonio Cabrera (Medina Sidonia, Cádiz, 1958) pasó de golpe, cumplidos ya los cuarenta años, de poeta secreto a sorprendente revelación en el panorama de la poesía española contemporánea. Y se manifestó como un poeta sólido ya en su primer libro: En la estación perpetua. Con el aire, su segunda entrega poética, no fue una revelación sino una insistencia. En Piedras al agua se nos revela el poeta más hecho. Pero quizá estos poemas de Corteza de abedul nos ofrezcan un Cabrera aún más prístino, más sobrio, más sutil en su deliberada carrera por la esencia. La frialdad de la lógica, tan poética como la emoción, no excluye la sentimentalidad ni la confesión. Y también se viaja a través de sus páginas. Todo ese arte de la contemplación serena que Cabrera despliega tan magistralmente hace de los escenarios por los que pasa, no fotografías poéticas, sino sustratos poéticos de ámbitos de los que nos llega el color, la luz y la idea. Exactamente lo mismo que cuando contempla las tórtolas o el avance de una nube. O todos esos árboles que pueblan un libro lleno de árboles.
Se nos muestra aquí un Antonio Cabrera aún más límpido, tan sucinto como intenso, su mirada se nos entrega tan discreta como sabia y nos lleva a la contemplación de la naturaleza y de la vida con una sencillez, y diría que hasta humildad, que la reflexión nos viene dada por la pura emoción en la que nos implica el ojo. Me permito desvelar que Corteza de abedul tuvo un título provisional: Canto exterior. Y era algo más que un título, constituía por sí mismo la rauda expresión de una poética. Porque por muy interior que nos haya parecido el canto en la obra de Cabrera que hemos conocido hasta ahora, es de su exterior de donde le ha venido siempre su exaltada contemplación de la vida. Y cuando hablo de exaltación no hablo en su caso de grito sino de una voz reposada que le viene de fuera y el poeta recoge. Y que es cada vez más reposada, diría que hasta más silente, como si el silencio se hiciera palabra entre uno y otro verso.
¿Es el mismo poeta el que se nos muestra en esta su obra última? Sí, pero también otro. Como dice Patrick Modiano: “Uno está condenado a escribir siempre lo mismo. No puede cambiar su voz ni su manera de andar”. Y es lo que sucede con los mejores poetas. ¿De qué estamos hablando, pues, de dos Cabreras distintos, de un poeta que piensa y otro que siente, de uno que nos transmite su conocimiento del mundo y otro que nos hace llegar su estremecimiento ante la vida? No, estamos hablando del mismo poeta, un poeta consciente de la función de la poesía y sus capacidades más allá de las clasificaciones espurias. Es verdad que la poesía del conocimiento o del pensamiento ha sido con frecuencia variable sometida a la sospecha de intelectualización excesiva, de carencia de emoción o de frialdades sin cuento. Y no habrá que remitirse a Lucrecio para desmentir esa sospecha; ni a Juan Ramón, Octavio Paz o Valente. Consciente de que, como decía Heidegger, “la esencia poética del pensar guarda el reino de la verdad del ser”, toda la obra de Cabrera es una hermosísima y lograda expresión de esa idea. Expresada, además, con las dosis de claridad y de sombra precisas; abstracto, pero no hermético. Todo lo contrario: pura claridad.
El ser humano que se expresa serenamente, sin énfasis, con la misma natural sencillez que lo posee siempre, habita en toda la obra de Cabrera. Y desde sus páginas conmueve. En sus versos nos ha dado su gozosa experiencia. Y nos la ha dado de modo tal que es fácil compartirla y un verdadero placer revivirla cuando como lectores nos sentimos también dueños de la obra.