Llamar a dios a cobro revertido
El baile del diablo
Javier Sánchez Menéndez
Renacimiento
76 páginas | 14,90 euros
Hoy he llamado a dios/ a cobro revertido./ A los 50 se confrontan los recuerdos de la vida:/ vacilación, inseguridad,/ misterio acomodado.” Escribe Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, 1964) en el poema “Balance” de El baile del diablo, libro que ha ido fraguando en los últimos trece años. Con medida intención, el volumen se inicia con un clarificador poema atrio y prosigue en tres apartados: “Las cartas por jugar”, “Las obras terrenales”, “La verdad de las cosas”. Ya en ese poema preliminar, y que da título al libro, se señalan caminos por los que va a transitar el lector: las máscaras, las falsas apariencias, los comportamientos sociales a los que nos vemos obligados. Y las sombras de Platón. Y la soledad. Mas, igualmente, conviven en el mismo tiempo y espacio, compartiéndolos y compartiéndose, el amor, la música del alma, la luz. Aunque nos quedaremos sin saber si el divino receptor de la llamada a cobro revertido aceptó abonarla.
En este danzad, danzad, malditos, la música parece provenir del silencio a cuantas preguntas formulamos en la infancia y se quedan bailando —sin pareja— a lo largo de la vida. Es esclarecedor el poema “Vida” (“Esto es vivir, lo noto/ en su mentira”) y emocionante la confesión a la madre, la súplica de su perdón tras reconocer la connivencia y hasta convivencia con Luzbel, el rastro de vergüenza que esta relación ha dejado y que se encarna en soledad: “Madre, me debe perdonar porque he pecado./ Compartí con Luzbel algunas horas/ y su influencia dejó grandes recuerdos”. Y la sensación de que, a partir de ahí, la vida ya será un juego de cartas, pero marcadas y con la partida perdida de antemano. Y sobre todo, la desazonadora conciencia de la imposibilidad de plantarse.
Autor de una considerable obra, recogida en las antologías Faltan palabras en el diccionario: Poemas escogidos 1983-2011 y Por complacer a mis superiores, Javier Sánchez Menéndez sabe signar el territorio poético que le es afín, decantados ya los resortes de su lenguaje (de María Zambrano a Nicanor Parra pasando por la generación del 50, hay un vasto horizonte) y utiliza y saca rentabilidad a su propio desconcierto, a la ironía, a la vuelta de tuerca final en el poema. Cuando lo trascendente asoma las orejas, el poeta pasea la palabra por registros cotidianos, llama al orden al lenguaje, lo depura en un cedazo de perplejidad, de desengaño, y esboza una media sonrisa burlona y recuerda a todos, y a sí mismo el primero, que las monedas tienen dos caras. Mas, que pueden caer de canto. O rodar, rodar hacia algo muy presente en este libro: el abismo. Quizás, con el misterioso favor del verso, deslizarse también hacia la luz.
Este paseo por el amor y la muerte a lo largo de los años —desde la inocencia y sus interrogaciones abiertas, al descreimiento y sus interrogaciones clausuradas—, es un doble ajuste de cuentas: con la palabra como testigo, y con su eco, deformado en la caverna, como juez. Es un baile catártico en el que ya no vale máscara ni antifaz. Es la mirada al espejo retrovisor mientras pisamos con fuerza, con más fuerza, el acelerador de una vida que apenas si controlamos y que nos lanza adelante. Y entonces, de pronto, somos conscientes del ahora, de existir únicamente hoy, en el fugaz presente. Tal vez por eso, porque la prueba de vivir es su propia falacia, el poeta, tras reconocer que el diablo envidia de los hombres su mortalidad, pone punto final con este verso: “También vivir precisa de epitafio”.