Con los pies en el cielo
Fuera de sitio (Poesía, 1995-2015)
Antonio Lucas
Visor
368 páginas | 18 euros
Icónico por amor a la imagen, ilusionista por jugar con las palabras, ilustrado por dominar lo culto y lo pop e impertinente por mantenerse joven a los cuarenta. Para empezar, los puntos sobre las íes de Antonio Lucas. Es hora de hacer balance a propósito de Fuera de sitio (Poesía, 1995-2015), colección de sus cinco poemarios con bonus de tres espléndidos inéditos y oportunidad de confirmar la evolución de un poeta que, como el Etna, continúa en ebullición. Entre Antes del mundo (1995) y Los desengaños (2014) se extiende un territorio que ha recorrido adquiriendo conciencia de la caducidad de la vida y los sentimientos. En la primera entrega, el penetrante aroma de su palabra no ocultaba un cierto olor a derrota, minimizado a veces por la mediación de un sujeto lírico, si bien parecía una pose más poética que personal: malignos cascabeles, rumores de veneno, luna de escorpiones, niños con pólvora, parques profanados. Veinte años y cuatro libros después, las tornas se invierten en Los desengaños porque los poemas son actas notariales de la experiencia personal, dolor en carne propia, relectura del pasado cuando el presente viró vertiginosamente hacia el futuro a cuenta de un traspié amoroso
—qué si no puede causar semejante trastorno en la existencia de un poeta—. Pero ha sabido madurar para contarlo: “Prometí no traicionarme y aquí estoy”, dice en “37 años”.
Tres cuestiones resultan reveladoras de este proceso. Primero, los numerosos signos de interrogación —sustituidos en ocasiones por el adverbio quizás— que, cual alertas, manifiestan incredulidad y desencanto por el desgaste o la pérdida de afectos que consideraba invulnerables. Segundo, los autorretratos, que parten casi siempre del mantra rimbaudiano “yo es otro” hasta desembocar en “Lo que creo de mí no soy yo mismo” y en el excelente “Autorretrato II” (Las máscaras, 2004), aunque el poema que me parece definitivo es el inédito “Ojos”, donde expone el conflicto del yo fragmentado y su necesidad de refugiarse o complementarse en otra persona: “Yo busco lo que soy / en lo que tú miras de mí”. Y tercero, los textos metapoéticos. Empezó con “Poética” (Lucernario, 1999), se afianzó con versos como “Decir poema, a veces, es un silencio nuevo” o “poema es el nombre que toma un grito cierto” (Las máscaras), y remató con el magnífico “Fin de las palabras” (Los mundos contrarios, 2009) y con esta respuesta a la clásica pregunta: “Un poema debe ser un trallazo”.
Si según Foucault el origen está del lado de los dioses, Antonio Lucas vive en el Olimpo desde su verso inaugural: “Traes contigo un látigo”. Aquel comienzo no fue casualidad, anunciaba uno de sus rasgos de estilo: los memorables primeros versos. Luego, el poema gira alrededor de una idea central que funciona igual que la biela de un motor: transmite rotación y potencia, fuerza dinámica.
Antonio Lucas es un outsider convencido de que las palabras respiran mejor extramuros de los diccionarios y el destino del poeta es encontrar nuevos significados: “¿Qué importa una palabra / si no es mayor que la ceniza / de lo que ya se ha dicho?”. Su verbo exuberante contrasta con la clasicidad temática y penetra en el cerebro del lector cual metralla de explosivo. Sin embargo, es consecuencia de un riguroso orden interior, al modo en que Paul Valéry dijo tener “la mente unitaria, en mil pedazos”. Escribe con “la súbita caligrafía de la vida” y para conseguirlo acerca la cabeza a la tierra para escuchar el diálogo de la tradición y camina con los pies en el cielo porque “la altura es lo perpetuo”. Es la única manera de no quedarse fuera de sitio.