No acaba de marcharse
Puesto que él es este silencio.
Prosa para Henri Meschonnic
Jacques Ancet
Trad. Joséphine Cabello y Régulo Hernández
Salto de Página
88 páginas | 10,90 euros
Jacques Ancet (Lyon, 1942) no quiere que su amigo se marche del todo y le deje a solas con el silencio que esa marcha produce. Su amigo se llamaba Henri Meschonnic, del que contamos con media docena de obras vertidas al castellano (destacan Ética y política del traducir, Leviatán, 2010, y La poética como crítica del sentido, Luis del Mármol, 2007; pero falta su principal trabajo teórico, Critique du rythme, y sus personalísimos y excepcionales libros de poemas) y sabemos que fue poeta, lingüista, traductor del Antiguo Testamento y teórico del lenguaje. Cuando este fallece en el año 2009 Jacques Ancet se pone a escuchar el silencio abierto por su ausencia eligiendo para ello, en vez de la primera persona del singular, la primera persona del plural: un “nosotros” imprescindible para que el tiempo que pasa, “que hace algo visible con lo invisible”, no le borre de las tazas levantadas por él, de su reflejo en un cristal o de las flores cuyo aroma sintió. Sin ese “nosotros”, cuyo tiempo compartido funciona, según se afirma en uno de estos poemas, como las piedras de Pulgarcito (un rastro dejado para encontrar el camino de regreso o, todavía más, para ser el regreso de todo camino), uno se perdería en el bosque de la muerte, de la tristeza y del abandono. Uno no puede enfrentarse a solas con la soledad sin riesgo de ser fagocitado por ella. Ancet, gracias a este recurso, que es existencial más que estilístico, consigue que Henri Meschonnic siga vivo en una especie de duración perfecta que aniquila el pretérito imperfecto en el que la nada le ha sumido. Y que, al hacerlo, ponga a hablar ese silencio que ahora es. Un silencio que, por haber conservado la huella de su voz, dice que “está en lo que no sabemos”, “que a él lo vuelve a empezar su palabra”, “que la escritura prolonga el amor” o que “él es lo que regresa en lo que se aleja, lo que se levanta en lo que cae”.
Jacques Ancet, que ya realizara un ejercicio semejante con otro gran amigo suyo, José Ángel Valente, en Se busca a alguien (Sibila, 2002), ha escrito una de las elegías más hondas que uno haya leído en mucho tiempo. Una elegía donde el lenguaje toma la palabra y se despliega como un ovillo (la imagen es de Ancet) para que el laberinto de la muerte no separe definitivamente a los que se van de los que se quedan. Ancet, traductor ejemplar al francés, entre otros, del propio Valente, de María Zambrano, de Juan de la Cruz, de Antonio Gamoneda o de Roberto Juarroz, comparte con todos estos autores y con su amigo Henri Meschonnic la intuición de que, por parafrasear a este último, hay que defender el poema de la filosofía y del lenguaje (se entiende que de la filosofía y del lenguaje como esos códigos cerrados y autorreferentes en que los hemos transformado) si es que queremos que la vida siga presente en ellos. Solo así un amigo no acabará de marcharse nunca. Solo así la poesía será ese silencio que lo contiene todo y que permite que el amigo muerto y el amigo vivo sigan conversando sin hacer caso de las molestas interrupciones del tiempo.
Joséphine Cabello y Régulo Hernández, en colaboración con el Taller de Traducción de la Universidad de la Laguna, que coordina Andrés Sánchez Robayna, y al que debemos otra versión de Jacques Ancet (La habitación vacía, 1996), realizan una versión limpia y extraordinariamente atenta a esos silencios (expresivos, anímicos, poéticos) que anuncia el título.