El oro de los himnos
La epifanía
José Luis Rey
Visor Poesía 510 páginas | 20 euros
La última entrega poética de José Luis Rey (Puente Genil, Córdoba, 1973) es una epifanía, esto es, una revelación, un descubrimiento, un sorprendente testimonio de cómo la palabra poética aún puede alzarse sobre sí misma, sobre sus vestigios y símbolos, sobre sus ruinas, para buscar, y en bastantes ocasiones hallar, el privilegio de lo real trascendido, como el propio poeta denomina al viaje iniciático que ha realizado entre lo cotidiano y lo espiritual; un recorrido que se sitúa más allá de las influencias que en su momento recibió, “qué gran concierto fuiste, adolescencia”, nos recuerda Rey, mundo simbólico, ya canonizado, de precisión estética, de genuina calidad, pero asentado en una tierra baldía escéptica y sublime, dominio de un único, impecable y gélido emperador, el emperador de los helados.
En La epifanía el poeta conquista otros territorios. Se trata de un volumen corpulento, nada más y nada menos quinientas siete páginas, dividido en cinco libros, cuya unidad temática se cimenta en una rigurosa mirada a cuanto sucede en los alrededores de nuestra partitura vital; no en vano, escribe el bardo cordobés, “los músicos tenemos pentagramas escritos en los párpados”, notas negras y blancas, en claves distintas, por donde se desliza imparable nuestra quebradiza existencia, una vida mucho peor vivida si no sabemos resistir las escaladas y si tampoco sabemos agradecer sus beneficios espirituales entonando canciones, balidos, himnos, y un sinfín de homenajes vocingleros al amor que redime, a los estados de gracia, a las visiones futuras, “ay, el que amaba la vida/ era alto y azul como todos nosotros, / Hablaba con palabras doradas / Reía / En sus versos rompía suavemente la Aurora”; se atisba, entonces, el amplio significado de ese otro poema, “Suaves balidos de la eternidad”, en el que se anuncia que “El espíritu sopla sobre todas las cosas, / más allá del lenguaje”, o el titulado “A los que vegetan en Bizancio”, que me trae a la memoria el melancólico soniquete de W.B. Yeats cuando hace sonar el gong que anuncia el fin de Oriente, nos aconseja Rey: “Oíd el cascabel, / bebed oro del verbo”; es decir, escuchad la palabra que redime, defended el lenguaje que es, quizá, nuestro único instrumento salvífico, “Muchachos de la tierra… /Solo tenéis juventud, que es poco. / Yo tengo este poema./ Venid, soplemos juntos / a ver si se llenara/ de la luz de los cielos”.
A pesar de que en esta epifanía poética Rey parece haber abandonado la pulsión culturalista —de la que, no obstante, nunca abusó—, refulgen varios poemas en los que esta mutación aún no se ha cumplido, y el lector también disfruta, cómo no, de su lectura, porque se recupera la voz augural a la que nos tenía acostumbrados; “Éxtasis de Champollion” debe a este antiguo atractivo la confesión en primera persona: “¡He descifrado el sol, / mi piedra de tres lenguas venenosas! /… Aprender una lengua lleva toda una vida / y hablarla toda una muerte. / Así hablan ellos en la luz dorada / y esa luz es mi piedra, / mi diccionario, / mi latir del verbo / que en ellos hoy renace”, o “Resurrección” en el que “…las condesas agitan abanicos y un loro de plumas blanquiazules recita a Milton”; “Oro y paciencia”, a mi entender, exhibe la otra parte, la del poeta nuevo que trasciende sin soportes historicistas: “Oro y paciencia: nuestra vida es eso. / El oro que queremos alcanzar, la paciencia debida… / y de cualquier manera el esplendor / será, pues ha de ser”.
No lo duden: José Luis Rey ha hecho hablar a la esfinge.