Paradojas en carne viva
Canal
Javier Fernández
XXIII Premio de Poesía Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”
Hiperión
92 páginas | 10 euros
Javier Fernández (Córdoba, 1971) dedica este libro a su hermano Miguel, que falleciera ahogado en un canal cuando estaba a punto de cumplir 6 años. Miguel, que era “serio y obediente”, se saltó ese día las normas y atravesó las vías del tren tras las cuales se abría el canal. Javier, que era el más travieso, quiso acompañarle pero aquel no se lo permitió. Si lo hubiera hecho, se hubieran ahogado los dos. Esta es la primera paradoja: no lo hizo, en efecto, pero de alguna manera, como se insinúa en varios pasajes de este poemario, se hundió en la corriente con él. Porque eran inseparables en vida y van a seguir siendo inseparables por mucho que un accidente se empeñe en poner tierra (o barro, el del fondo del canal) entre ellos. Para lograr eso Javier Fernández, y esta es la segunda paradoja, utiliza, dice, un lenguaje “directo, seco”: directo para encauzar una historia repleta de meandros y revueltas; seco porque él también necesita drenar las aguas (literarias, emocionales, biográficas) para encontrar a su hermano y encontrarse a sí mismo. La tercera paradoja es doble: lo que se recuerda se difumina en hechos borrosos que no terminan de hacerse nítidos (ni la misma fecha, 5 de marzo de 1975, que primero se da por cierta y luego por dudosa y sobre la que se interroga a la madre porque, por más que el autor la anote, siempre se le olvida), quizás porque produce tanto dolor que uno necesita no creérselo del todo; y lo que no se recuerda (lo dudoso, lo que genera varias versiones, lo que se inventa, lo que se imagina, lo incompresible) contribuye, sin embargo, a arrojar luz sobre unos hechos que se llevan mejor con el vacío del no-saber que con el afán de plenitud de cualquier conocimiento.
Javier Fernández, en los 60 fragmentos de prosa poética más la coda final que componen el libro, hace girar el mundo en torno a la ausencia de su hermano Miguel. Una ausencia cuyo peso reparte entre su padre y su madre (que se acaban separando quizás porque una no teme nombrar un misterio cruel que el otro elude con pavor, y porque ella limpia la tumba de su hijo como si le lavara la cara mientras él jamás la visita), su hermana (hermosísimos les textos imantados por ella), unos vecinos, su mujer, un profesor, una voz de mujer en un supermercado y otros personajes principales y secundarios que reaccionan al drama siguiendo cada cual una línea de fuerza y tensando entre todos la trama y la urdimbre de la historia. Una ausencia, también, con la que sueña la madre, la hermana y la mujer del autor (sus sueños están contenidos en el libro) y también el propio Javier Fernández que, sin embargo, y a pesar de la escrupulosa reconstrucción que hace, 44 años después, de lo que ocurriera aquel lejano 5 de marzo de 1975, dice que no le apetece hablar de lo que ha soñado. Este sueño que no se cuenta es el hueco por el que el relato respira y por el que sus lectores pueden salir a respirar. Y constituye la cuarta paradoja: la que sitúa fuera del libro (en un más allá que, quién sabe, puede ser aquel en el que los muertos aguardan a los vivos) la clave principal para entenderlo. El resultado de estas y otras paradojas en carne viva es un libro que impresiona por lo hondo, lo limpio, lo honesto y lo bien escrito que está, y por atreverse a dibujar, desde la misma caja de sus páginas, el trazado de ese canal al que Javier Fernández va a rogar, con palabras que no tiemblan pero que estremecen, que le cuente y que no le cuente (a la vez, sin contradicción alguna) toda la verdad acerca de su hermano.