Perros que se lamen las heridas
Fábula
Javier Vela
Vandalia. Fundación José Manuel Lara
72 páginas | 11,90 euros
En este nuevo libro de Javier Vela (Madrid, 1981) los perros se lamen sus heridas en dos ocasiones: en la primera aparecen vinculados a unos dioses que yacen bajo el dosel de la historia y en la segunda como trasfondo de una reflexión sobre la familia. Esos perros que se lamen sus heridas, presume uno, son los poetas, que, empeñados en ejercer un oficio desprestigiado, son abandonados a su suerte por dioses y familiares y dejados a la intemperie de lo social, el tiempo, la realidad y lo trascendente. El poeta no tiene quien le cure porque las instituciones encargadas de hacerlo le han borrado de sus listas de beneficiarios. Y quizás sea esto en lo que más están de acuerdo los poderosos del cielo y de la tierra: en no permitir la entrada a unos perros de llagas abiertas que podrían poner en peligro la salud moral de sus súbditos.
Cuando tiene conciencia de que el mundo no hará nada por él, ¿qué le queda al poeta? Le queda la ficción, le queda la fábula: le queda reinventarse el mundo que le niega y hallar entre los escombros y las ruinas (unos y otras muy presentes en el libro) fragmentos de sentido desechados a los que insuflar nueva vida. Le quedan las cigarras, las moscas, los escorpiones, las gaviotas, los caballos. Le queda lo impensado, las “uvas del sueño”, abrir la ventana y “arrojar toda razón por ella”, “el paraguas de la lucidez”, el “tiempo sin orillas”, las “pequeñas sediciones”. Le queda el amor, al que hay que hacer sitio del modo que sea, la desnudez, un alambre sobre el que ejercer el arte de la acrobacia indecisa, y la “orquídea del sexo”. Le queda el no-yo (que es lo que el yo evita) y el no-ser (que es el ser convertido en resina). Le quedan las piedras: porque permanecen y escuchan nuestras “nimias plegarias cotidianas”. Le queda no ahogarse y desaparecer definitivamente de las fotografías. Le queda “buscar a tientas el corazón del otro”. Le quedan los olvidados. Le queda la belleza, que “arde como la jara y su ceniza” y “cruza como una nube el pensamiento”. Le quedan las películas, los libros, el arte. Y le queda, sobre todo, la pasión por la escritura, que es ese hilo invisible que lo visible, tantas veces sin saberlo, necesita para no precipitarse al vacío.
Javier Vela, que ha “besado a mujeres/ cuyo padre es un árbol”, construye un libro maduro y hondo que nombra los límites de la memoria personal y colectiva. Una memoria que primero hay que desacralizar, derribando dioses y familiares, para luego reconstruir en otro lugar y al servicio de otros fines. Una memoria, además, que no nos engañe, como acostumbra a hacer, sobre nuestro derecho a no hundirnos en “el fangal de las ideologías” y a no sucumbir a alguno de los innumerables conceptos falsos que hay de felicidad. Tarea de poeta que se lame las heridas sin caer en el vicio de la autocompasión. Tarea de poeta que lanza preguntas antes de que algo o alguien le imponga desde fuera respuestas como losas o como flechas. Tarea de poeta o fabulador que se adelanta a imaginar-iluminar el mundo antes de que el mundo le enjaule en una de sus imaginaciones oscuras.
En Fábula, además de dos perros, hay un gato que “lame/ sus espinas”. Sus espinas: no los restos de un banquete sino las sobras de lo real. Que ese gato, como se explicita en el poema, sea la muerte y que esté sentada en un tejado, ese lugar a medio camino entre los dioses y la familia, termina de cerrar el único círculo dentro del cual un poeta puede aguardar tranquilo a que cicatricen sus heridas.