Poemas habitables
Ciudades. Antología 1980-2015
Antonio Jiménez Millán
Prólogo de Luis García Montero
Renacimiento
216 páginas | 11,90 euros
Antonio Jiménez Millán (Granada, 1954) escribe poemas como casas. O, para ser más exactos, poemas a los que pide poder ser habitados como si fueran casas. Poemas que le acojan a uno entre sus paredes y le pongan a salvo de la intemperie. Poemas hospitalarios y cálidos para contrarrestar el inmenso frío del afuera. Poemas para combatir el insomnio, la soledad, los infinitos naufragios de la existencia y el cansancio de ser uno, haga lo que haga, el extranjero. Pero a menudo los poemas se le rebelan y las casas cuyos planos dibujaban se convierten en ruinas y los versos, entonces, se llenan de casas cerradas, de casas vacías, de casas de aire, de casas invadidas, de casas reducidas a cascotes, de casas pasadas, de casas desde las que no se ve el mar, de casas soñadas, de casas como balsas a la deriva o de casas como laberintos. Por no hablar de los palacios, iglesias, cuarteles, prostíbulos, edificios, torres, chalets, colegios, castillos, talleres o tiendas, esos otros aspirantes a casas, que también visitan estos poemas antes de romperse en mil pedazos, volcar sus escombros sobre estos y sacar a la luz los numerosos fantasmas que escondían.
La casa y la poesía como refugios. La casa y la poesía como esos lugares a los que uno regresa después de pasar la noche fuera. Pero la noche (hay más de cuarenta noches en este libro y más de una docena de amaneceres, mientras que mañanas y tardes apenas suman una quincena) es lo que desordena, lo que lleva hasta el límite, lo que escinde los sueños, lo que le hace probar a uno el sabor de lo infame y de lo triste, lo que no acaba nunca mientras desbarata los pasos y la música, lo que anuncia el vacío de todo. La noche nos aleja de una casa a la que se anhela volver antes de que uno acabe desorientado por completo. Y es por eso, para orientarse antes de que sea demasiado tarde, por lo que estos poemas cuentan de manera obsesiva qué climatología hace en ellos (predomina el viento, que será de levante, terral, de tormenta e incluso de galerna, del desierto, del que se lleva las hojas secas, de poniente, etc., y el sol, que muchas veces es de invierno o está a punto de ponerse) y en qué época del año suceden. Es ahí donde lo espacial simbolizado por la casa se cruza con lo temporal señalado por el mes (cuatro veces junio, octubre, diciembre y agosto; una vez febrero, julio, marzo y noviembre) y la estación del año (en catorce ocasiones es invierno, en otras siete es verano), un doble eje vertical y horizontal que al autor le sirve para saber dónde se encuentra y a los lectores para acompañarle en su constante deambular por lugares, estados de ánimo y propuestas vitales.
Jiménez Millán escribe casas con la esperanza de que algún día no se le desmoronen entre las manos. O quizás, en realidad, lo que hace es escribir desmoronamientos que el día menos pensado puedan alzarse como casas. No está solo en esa empresa y por eso en estas páginas se rodea de esos románticos, beats e irreverentes que fueron, entre otros, Shelley, Baudelaire, Kavafis, Ginsberg, Hopper, Gabriel Ferrater, Vázquez Montalbán, Henry Miller, Fernando Merlo o Bataille: linternas que le alumbran por las calles oscuras de la conciencia y compañeros que le advierten de los peligros de creer que el lenguaje es inocente o de que la moral ha de confiarse a las flores muertas. Es de noche, hace frío y la casa comienza a agrietarse, cuenta esta antología de un poeta lúcido y descreído a partes iguales, pero que nadie se desanime: es justo ahí donde la poesía nos coge de la mano y nos guía.