Poesía de la conciencia
Un paisaje. Antología poética 1984-2013
José Carlos Rosales
Selección y prólogo de Erika Martínez
Renacimiento
144 páginas | 10 euros
Una unidad de fondo caracteriza los no demasiados libros de José Carlos Rosales, con la luminosa excepción de los Poemas a Milena (2011) donde el autor granadino se apartó de su habitual discurso reflexivo —distanciado de un yo poético que se muestra solo indirectamente, mediante conceptos o imágenes alusivas— para incurrir en un territorio cercano a la autobiografía. Dejando aparte el título citado, último de los suyos hasta la fecha, esos libros son El buzo incorregible (1988 y 1996), El precio de los días (1991), La nieve blanca (1995), El horizonte (2003) y El desierto, la arena (2006). De todos ellos hay muestras en esta antología
—seleccionada e impecablemente prologada por Erika Martínez— que toma su escueto título del último poema de El horizonte, cuyo contenido prefiguraba la entrega posterior de igual manera que las anteriores, como señala la editora, comprendían las siguientes. La coherencia del conjunto, en efecto, es uno de los rasgos principales de una propuesta lírica que ha avanzado con el sigilo del que hablaba Muñoz Molina en los inicios de su desarrollo, sin abandonar el tono introspectivo —genuina poesía de la conciencia— ni una característica fijación por el pasado que lo es más bien por la memoria o por el discurrir del tiempo, en particular por el modo en que la huella de lo pretérito impregna el presente o hasta lo venidero.
La poesía de Rosales es deudora de la tradición simbolista o tardorromántica cuando se sirve de elementos de la naturaleza —la roca, la arena, la ceniza, el agua— o de fenómenos atmosféricos —la lluvia, la niebla, el viento, la nieve— para sugerir estados de ánimo o bien, pisando los terrenos del subconsciente, cuando describe cuadros opresivos con trazas de fantasmagoría, pero otras veces remite —El desierto, la arena se abre con una cita de Mandelstam— a esa transparencia no explícita que resulta de la claridad en la expresión aplicada a un trasfondo casi alegórico, donde conviven la bien dosificada tensión emocional y una omnipresente veta meditativa. Es una poesía que elude, con la salvedad indicada, el registro autobiográfico, pero en realidad lo que hace es tratarlo de una manera que aúna las angustias o perplejidades propias con las de cualquier lector, desde una perspectiva existencial que recorre los caminos del desengaño pero no conduce al desistimiento, dado que hay en la desolación margen para la resistencia. Tiene en este sentido un componente moral o incluso civil, porque la sensación de extrañeza refleja tanto los naufragios personales como las desilusiones colectivas, pero sin caer en el solipsismo o las recetas salvíficas. La realidad es un espacio amenazador, repleto de signos inquietantes que apuntan al mundo físico pero aluden a las zozobras del espíritu, agravadas por ese discurso del “miedo rentable” al que se refirió Rosales antes de que la crisis actual lo inoculara desde todos los frentes.
Se hace inevitable, a la luz de lo dicho, interpretar los Poemas a Milena como una suerte de redención del sujeto poético, que habría encontrado el sosiego en la sencilla y conmovedora experiencia del amor retratado en la vida cotidiana, pero las muestras inéditas que ofrece la antología —de dos libros no publicados que a juzgar por las fechas referidas a su composición pueden darse por concluidos: Y el aire de los mapas (2006-2013) y Si quisieras podrías levantarte y volar (2008-2013)— confirman el lugar de los Poemas a la amada, en todo caso esenciales, como paréntesis o interludio respecto de una corriente discursiva que continúa fluyendo, pues “el corazón descansa, / y el pensamiento sigue”, según se dice en los versos finales de El desierto, la arena. Poeta de la lucidez en un paisaje habitado por sombras, máscaras o ruinas, José Carlos Rosales desafía el “ruido crónico” con palabras serenas y una mirada escrutadora, que se proyecta sobre las cosas para dejar el testimonio de una exploración incesante.