Rocas flotando en el éter
La policía celeste
Ben Clark
Visor
68 páginas | 12 euros
Según nos cuenta Ben Clark (Ibiza, 1984) en el prefacio de este libro, que obtuvo el XXX Premio Loewe de Poesía, los miembros de la primera sociedad astronómica del mundo, fundada en 1800, se hicieron llamar “la policía celeste”. Su principal misión era encontrar un planeta perdido que tendría que estar entre las órbitas de Marte y Júpiter. Como ellos, los poetas escriben, desde el Rigveda, el Gigamesh, Hesíodo o el Kalevala hasta nuestros días, para entender y ponerse en relación con lo que ocurre en lo más alto y en lo más lejano; o, por usar las viejas palabras de Max Scheler, para encontrar su puesto en el cosmos. La poesía nos religa con las estrellas. La poesía es el lenguaje de las galaxias cuando estas son vistas y habitadas a escala humana. La poesía es esa búsqueda de rocas flotando en el éter (lo que llamamos amor o desamor, lo que llamamos yo u otro, lo que llamamos futuro o pasado) que no se ven todavía pero que presentimos con vehemencia. La poesía, que ha devenido en actividad intrascendente y marginal en nuestras grises sociedades sin dioses, es, sin embargo, la clave última para acceder a los secretos de cualquier trascendencia (religiosa, filosófica, antropológica) y al centro de todo lo que existe. Esa es la razón por la que escrutar la noche e interrogar a los mil y un cuerpos celestes que la atraviesan es una de las actividades (y profesiones) más genuinamente poéticas que pueden darse.
Ben Clark, que, como confiesa en un poema, de pequeño quiso ser astronauta, lo sabe y lo practica. Pero lo hace, no desde un observatorio inaccesible de telescopios inhumanos en la cumbre de un monte ni desde fórmulas matemáticas solo para iniciados, sino con los instrumentos que tiene a su alcance: los cuerpos (“mapas con carreteras dibujadas / por las que hace ya tiempo / que no conduce nadie”), la edad (“cuando cumplí los treinta me senté / a pensar en las cosas que quería”), los sentimientos fracturados (los seres humanos se dividen entre “aquellos que se han roto y los que no”), la muerte (“escribe sobre cosas amables / y se pregunta, a veces, si acaso lo peor/ que te puede pasar / es morir solo”), el sexo (“y en la infancia distópica que sueño / después de cada orgasmo”), el amor, la magia, la familia, el arte, los lugares, los sueños o los libros. Mientras tanto va entrelazando, con hilos de palabras y de buenas ideas, a poetas como Anne Sexton, César Vallejo, Gloria Fuertes o Raúl Zurita con astrónomos como Caroline Herschel, Lucas Cieza o Giuseppe Piazzi: las estrellas de una constelación, a la que también se asoman Lady Gagá o Caín y Abel, que le sirven para hacerse una carta astrológica a medida, es decir, basada en sus deseos y en sus experiencias antes que en leyes cerradas o determinismos impersonales. Y para burlar a la otra policía, la que reprime y castiga, la que niega y roba. Un acto de valentía que cuenta muy bien el poema titulado “Atreverse”: “Atreverse, viajar a la galaxia/ que gira en cada uno de nosotros. / Atreverse, mirar al agujero/ negro que hay en su centro / y zambullirse allí, / donde duerme lo malo, / donde las cosas malas se defienden”.
La astronomía y la poesía, como acierta a sugerir Ben Clark en este libro, son ciencia y mitología a partes iguales. Ciencia de lo particular y mitología íntima, de acuerdo, pero efectivas y necesarias para entender de qué va esto de la vida. Por eso hay que mirar al cielo mientras se escanden versos sobre un papel (o sobre una pantalla): para devolverle el sentido a la existencia y sus sentidos al cuerpo. Que no es poco, por cierto.