Sombra hecha de luz
Ya la sombra
Felipe Benítez Reyes
Visor
88 páginas | 12 euros
Con sus herramientas de siempre —un arsenal de relámpagos mediante el que obtiene imágenes deslumbrantes, una capacidad musical infalible, un tono de descreimiento que le impide caer en la grandilocuencia— Felipe Benítez Reyes aumenta el caudal de su poesía con un nuevo libro: Ya la sombra. Creo que es su libro más hondo. También el más peligroso, si se puede hablar así.
Se diría que el personaje principal del libro, a la vez el enfermo que padece sus angustias y el médico que trata de expresarlas, es el tiempo, al que un jovencísimo F.B.R. ya le dedicó algunos poemas en su primer libro, Paraíso manuscrito. Entonces el tiempo era un mercader. Ahora, disfraz de la existencia, una cueva del tesoro donde no hay tesoro. Y el mundo “la sorpresa incesante que nos cansa / por la falta de fe en lo prodigioso / por falta de constancia en el enigma / y dentro de nosotros va apagándose / con todo su esplendor de espejo en fuga”. El libro está tan lleno de versos memorables que podría agotar esta reseña dedicándome a hacer una pequeña antología.
Ese “ir apagándose” del mundo es la sombra que preside el tono de los poemas: un tono reposado, ajeno a la menor tentación de ponerse estupendo. Entre las herramientas que citaba al comienzo, la enumeración. Se diría un recurso ya muy gastado y sin embargo en estos poemas cobra un brío nuevo. El talento del poeta se puede permitir lujos al alcance de nadie, como utilizar el Carnaval de Cádiz para componer uno de los mejores poemas. El poema “El Inexistente”, por ejemplo, con su enumeración de hijos, es sencillamente inolvidable. La relación de objetos de un mercadillo benéfico en el poema que lleva ese título, conduce al poeta a una reflexión en la que es imposible no renovar nuestra fe en lo prodigioso. La descripción del fluido diligente de la primera hora de la mañana es un cántico callado al milagro de ser “a pesar de nosotros”.
Sombra hecha de luz, la poesía última de F.B.R. también está hecha de preguntas que contienen su atónita respuesta, como en el poema “El intruso”. Y cuando se cede a la nostalgia —los recuerdos hipnóticos de cuando se quiso ser poeta surrealista a los 16 años, los recuerdos del Cine Playa, los recuerdos del lector adolescente— el resultado es igualmente hondo, como si en cada verso el poeta se estuviera exigiendo: sensiblerías las mínimas.
Ello no impide que la energía de la emoción que palpita en la mayoría de los poemas, por bien domada que esté, nos alcance: hay poemas que hacen daño y el libro deja una sensación áspera, nada complaciente. Parece que oímos hablar en ellos a alguien que ha alcanzado una especie de secreto, un conocimiento que consiste esencialmente en saber que no se puede saber, una sabiduría que no se da importancia, una capacidad de prestarle palabras a lo que apenas puede decirse. Todo ello para producir un efecto paradójico porque dando por sentada la propia impotencia de la poesía para decir algo sobre el misterio del tiempo y el misterio de ser y no ser, resuelve esa impotencia precisamente asomándose a la posibilidad de dejarlo expresado, definiendo esa irrealidad tan visible y tan real.
Hondo y peligroso, dije. Y sí, porque estos poemas contagian esa sensación de vacío al convencernos de que habitamos una cueva del tesoro donde no hay tesoros. Seguramente la brillantez y la levedad aparentes jugarán en contra del libro para quienes consideren que poesía honda es aquella difícil de entender y no pueden dar por bueno que pueda ser hondo alguien en cuyos poemas salen espadachines y porcelana industrial, y un trozo de mármol perdido en la playa, y una residencia de ancianos. Da igual. Ya la sombra es un libro que no ofrece consuelos, es decir, se atreve a buscar la verdad inevitablemente, como todo viaje luminoso a esa oscuridad que es nuestro centro.