Teoría y práctica de la plenitud
La negación de la luz
Juan Antonio Masoliver Ródenas
Acantilado
208 páginas | 16 euros
Después del infortunio, los ausentes acuden a la luz como los insectos a las farolas: buscando un lugar donde poder volver a verse entre los vivos, anhelando un espacio donde los caminos no se hayan borrado del todo. Pero están la nada, la desmemoria, el vacío, el desorden, el abismo, la podredumbre, lo roto, las pesadillas, la soledad, la vejez, las heces, el cansancio, la ceguera, la estridencia, los chillidos: las pedradas que arroja la existencia, con mayor o menor puntería, contra las bombillas que tiemblan en la oscuridad para recordarnos quién suele tener la última palabra. En este caso, sin embargo, la última palabra la tiene el poeta (Juan Antonio Masoliver Ródenas, Barcelona, 1939), que en los dos libros que reúne en La negación de la luz (el que da título al volumen y El cementerio de los dioses) exorciza ese revoloteo de almas en fuga con tal vocación de plenitud que las pone a respirar y a solearse de nuevo sobre la espalda o roca de los poemas como lagartos en verano o mariposas en primavera. Una plenitud que atraviesa el libro de principio a fin (el primer verso dice: “Hoy es el día más pleno de mi vida”; los dos últimos son: “Todos vivimos en la plenitud / de la nada”; en uno intermedio declara: “te amo / en la plenitud del olvido”) y que lo acaba decantando más del lado de la luz que del lado de la negación.
La luz, que es cristal y tinieblas, el pecho de una madre y el polen del sexo, los recuerdos y lo anterior al mundo, la negrura y las revelaciones, la casa y el silencio, una puerta y un cementerio, un huracán y un tapiz, la eternidad y la herida, un pozo y un jardín, una mujer de espaldas y un mar tumbado. Un centenar y medio de veces se encienden y se apagan las luces en este libro. Al hacerlo, además de trazar un sendero de claridades para que uno pueda transitarlo sin perderse (como en el suelo de un cine, como estrellas en el cielo), se le piden cuentas a la luz, que es una realidad y también un concepto. A la realidad se le ruega que nunca deje de ser día: luz mercurial, luz de césped mojado, el gusano de la luz, la cal de la luz, la luz en los árboles, la luz de mayo o de enero, la luz que quema; luz habitable, visitable, acariciable; la luz del amor, que no renuncia a serlo a pesar de que las manos ahora tengan menos dedos ágiles que preguntas acuciantes. Al concepto se le exige que le ayude a uno a borrar “con palabras / todas las luces hasta que las cosas / carezcan de significado”, a saber “lo que ignora la luz” o a pensar en la amada ida “como se piensa / la luz”. Realidad y concepto que se abrazan en “el delirio de la luz”, ese estado emocional y poético donde se disuelven las diferencias entre el ser y el no ser porque ambos renuncian a sus fronteras, donde el sentido queda explicado por el sinsentido y viceversa, y donde el otro (la otra) está donde no está de manera rotunda, certísima y plena.
Juan Antonio Masoliver Ródenas descree en este libro de cielos y de dioses, que nos han dejado en herencia un puñado de “cadáveres putrefactos de ángeles”, pero cree en la luz, incluso en la luz que niega, como guía espiritual del cuerpo (o como guía corporal del espíritu) y como instrumento para que el tiempo, ese gran sajador de intensidades cuando le permitimos comportarse a sus anchas, deje de torturarnos con su sádico ir seccionándolo todo. Porque no es él quien tiene que decirnos cómo vivir sino nosotros los que tenemos que ordenarle cómo servirnos antes y después de la muerte.