Un hombre que siembra
Padre
Juan Vicente Piqueras
Renacimiento
116 páginas | 15 euros
La aldea no se acaba”, dice un verso de este libro. En otro se lee: “La aldea muere en mí”. La aldea, que ya tituló un poemario de Juan Vicente Piqueras hace justo una década (Hiperión, 2006), es ese lugar, en efecto, que no se acaba pero que muere. La aldea, situada entre el ser (de ahí) y el no ser (de ahí), es un espacio concreto del interior de la provincia de Valencia (Los Duques) que se va apagando poco a poco porque la historia lo va borrando sin piedad (como borra las manos que tejen el esparto, empuñan un arado o vendimian la uva) y, a la vez, un espacio inmaterial que invoca sus valores ancestrales, sus ritmos naturales, sus costumbres sencillas y sus gentes diestras, candorosas y tocadas por la gracia de lo real. Una vez que se entiende esto el segundo verso citado aporta un sentido complementario al literal (el que afirma que el poeta es uno de los últimos supervivientes de una estirpe): que la aldea tiene en él, el poeta, un lugar donde morir, un cementerio donde descansar, un granero donde defenderse del olvido y del mal tiempo, un recurso contra la nada.
Juan Vicente Piqueras regresa ahora a la aldea para contarnos la historia de su padre. Un padre con el que jugaba al escondite (“Nadie/ jamás nos encontró”) o a los vaqueros (“Yo era el sheriff secreto de mi pueblo./ Llevaba en la solapa una estrella de mar”), con el que removía piedras teniendo cuidado de los alacranes que pudiera haber debajo (una advertencia, intuye uno, válida para quien lea estos poemas, sólidos como meteoritos pero con peligros invisibles) o del que aprendía que las perdices aplacan su sed durante el verano bebiendo gotas de rocío. Un padre que conoció a su madre en un baile y con la que se repartió las tareas de la educación para la existencia: “Mi madre nos amaba con las manos,/ mi padre nos traducía al cielo”. Un padre que poco a poco va perdiendo la memoria y dejando de reconocer a los próximos, que entonces dejan de reconocerse a sí mismos, que confunde su rostro en el espejo con un extraño que se ha colado en casa y al que termina tolerando, o que se enfada con las mentiras que le cuenta a él en persona el presentador de un concurso televisivo. Un padre cuyo apagamiento le produce insomnios y angustias al hijo, pero también la necesidad de agavillar momentos felices, incluso los provocados por las sombras del final, antes de que desaparezcan del todo y también la de no perder esas mínimas ganas de jugar con las palabras (“Sé que la pena no vale la pena./ Sé que la dicha no puede ser dicha”) sin el cual un poeta se sentiría huérfano, además, del universo.
Nostalgia de un mundo y de ese centro irradiante que era su padre en él. Un padre que inventa personas, que habla con los animales, que planta albaricoqueros y que no entiende qué clase de hombre puede ser aquel que no siembra. Su hijo, el poeta Juan Vicente Piqueras, siembra (poemas, recuerdos, historias, sentimientos, localismos, el humo del dolor, un tractor con nombre de poeta inglés, una hamaca tendida entre un olmo y un ciprés) para que nadie le acuse de no ser un hombre del que alguien como su padre podría estar orgulloso. El resultado es un libro habitable, sereno, hondo, emocionante. Un libro que usa un verbo inexistente pero imprescindible, el verbo “inolvidar”, para nombrar lo innombrable de cualquier pérdida esencial. El libro de una aldea que no se acaba y que, de tener que morir algún día como el padre del autor, podrá hacerlo en paz en el inmenso corazón de un gran poeta.