Un poeta esencial
La lluvia en el desierto
Eduardo García
Vandalia. Fundación José Manuel Lara
476 páginas | 19 euros
Escribo el adjetivo ‘esencial’ en el rótulo de esta reseña sin referirme con ello a ninguna escuela poética española de finales del siglo XX o comienzos del XXI. Pronuncio la palabra ‘esencial’ en su acepción más pura, como sinónimo de autor sine quo non, de poeta imprescindible a la hora de historiar la poesía española contemporánea. Así me ha parecido siempre y ahora, a un año de su muerte, la obra poética de Eduardo García, nacido en São Paulo en 1965 y fallecido en 2016. Una obra poética que acaba de ser publicada en la colección Vandalia, según plan previo del propio Eduardo, que por desgracia no ha llegado a ver publicado. La lluvia en el desierto es el hermoso título que él mismo eligió para la recopilación de una producción que arrancó en 1995 con Las cartas marcadas (1995) y finaliza con dos libros inéditos, muy avanzados y que no llegó a concluir pero que había pasado parcialmente a limpio antes de morir: La hora de la ira (un alegato de solidaridad ante la crueldad de la última crisis económica) y Bailando con la muerte (un testimonio sobrecogedor de sus últimos meses de vida), ambos fechables en el año en que nos dejó.
La voz de Eduardo García desplegó las alas de la singularidad muy pronto, recién inaugurada su treintena. En Las cartas marcadas ya estaba entero y verdadero el poeta asombroso, capaz de reunir en su pluma el talento del poeta figurativo y musical con el genio del poeta reflexivo y filosófico (había estudiado Filosofía pura). Una fusión que él mismo definió como “realismo visionario”, una mezcla fantástica entre lo mejor de Walt Whitman y lo más iluminado de William Blake. Algunos de los poemas más importantes de la década en que escribo estas líneas llevan el sello inimitable de Eduardo García. Estoy convencido de que sus aptitudes innatas para la teoría poética, que lo llevaron a publicar dos libros de ensayo geniales, Escribir un poema (2000; 3ª edición, 2011) y Una poética del límite (2005), contribuyeron eficazmente a dotar la construcción de su obra lírica de una solidez y una fortaleza excepcionales, como solo pueden obtenerse a partir de un conocimiento previo muy amplio y profundo del proceso de creación poética, que Eduardo poseía a manos llenas.
El sueño y la vigilia se entrelazaban en su realismo visionario, pero los niveles de armonía que emanaba ese apretado abrazo entre realidad y fantasía los establecía el rigor de su pensamiento crítico, siempre dispuesto a fijar fronteras conceptuales o a diluirlas, según lo exigiese cada poema. Misterio, sí, como es preceptivo en cualquier acercamiento poético al mundo que se precie de serlo, pero misterio investigado por métodos racionales. Y ello hasta la revelación, unas veces, y hasta la permanencia en la oscuridad, otras, porque la caña pensante que es el hombre —y Eduardo lo era en su acepción más alta— no puede renunciar a ejercer sobre su tarea, en este caso la poesía, un animus intelligendi, una voluntad de conocimiento más allá de la mera transmisión de emociones (indispensable en la configuración del hecho poético).
Leer La lluvia en el desierto de Eduardo García, discurrir por sus casi 400 páginas enriquecidas por un prólogo de Andrés Neuman y por un epílogo de Vicente Luis Mora que rozan la perfección, cada uno en su género —Neuman evocando de manera exquisita y entrañable al amigo que se fue y Mora analizando con enorme agudeza su obra—, ha supuesto para este antiguo fan de la poesía de Eduardo un cúmulo de sensaciones irrepetibles. Y llegar a los últimos poemas, los compuestos por él después de la consciencia de la enfermedad y ante la inminencia de la muerte, un viaje hacia el estremecimiento y las lágrimas, pero también, y sobre todo, una aventura iniciática que, como Margarita en el Fausto, nos conduce hacia arriba, donde su autor nos está esperando.