El Waterloo del poeta
El mundo se derrumba y tú escribes poemas
Juan Cobos Wilkins
Vandalia. Fundación José Manuel Lara
104 páginas | 11,90 euros
Teníamos aún el regusto sonriente y moralizador en el paladar de la última novela de Juan Cobos, donde fabulaba muy azconamente sobre dios mismo, sus santos escritores y los orígenes genéticos de nuestras dos Españas, cuando este Philippe Petit de la palabra decide desnudarse y volver a la razón poética, al ser esencial que abstrae su biografía y habla desde la emoción de saberse en caída. Juan siempre ha sido un hombre de fronteras. Un excluido por incluido a ambos lados de lo pretendidamente opuesto. Su manejo narrativo en el verso y poético en la prosa, su capacidad de acercarse a lo profundamente humano a la vez que maneja la altura sonora e imaginativa del mejor verso esdrújulo y la eufonía del idioma son característica de este escritor que siempre ha hecho, por oralidad o por literatura, una celebración de la palabra. Pero aún los más dotados para apreciar y transmitir la belleza tienen sus waterloos. Eso que contaba a Bagaría García Lorca, quizás el escritor y persona que más ha inspirado a Cobos Wikins, de tirar las azucenas y hundirse en el fango para ayudar a los otros a sacarlas.
En El mundo se derrumba y tú escribes poemas, el escritor nos lleva al hombre que se pregunta qué hacer con ese don que no parece tener utilidad en un presente global donde todo es cada vez más sórdido y deshumanizado. Y lo hace pasando revista a todos los topos de su poética habitual, a la biografía que subyace en ellos para preguntarse qué es ser poeta y quién es realmente, esencial y arquetípicamente, el hombre que dice llamarse Juan Cobos Wilkins. Hacer una alusión en el título a la famosa línea de diálogo de esa escena en flashback de Casablanca, donde Elsa le pregunta a Rick por vez primera qué sentido moral tiene enamorarse cuando París va a ser arrasada por las tropas nazis, no es un mero guiño. El poeta ha conectado con una pregunta generacional que tantos creadores se están haciendo en los últimos años: tal Jim Jarmusch en Sólo los amantes sobreviven, sus 48 poemas están llenos de citas culturales que nos han nutrido como amuletos y rasgos distintivos. Ora aparece la novela de Elizabeth Smart En Grand Central Station me senté y lloré, ora Barrie y su Peter Pan, Carroll y su Alicia, la bella juventud de la carne o la Ofelia prerrafaelita. Más allá el perro final de Francisco de Goya hundiéndose en la arena o la real niña colombiana Omaira que se hundió en un pozo —como en el poema de Federico del agua que no desemboca— mientras todos observábamos y comentábamos el dolor sin tirar las azucenas ni las cámaras. Y todo eso lo va sacando a la luz en un despellejarse progresivo porque Cobos no se refugia como los vampiros de Jarmusch. Se mira al espejo: ve a un hombre envejeciendo y lo reconoce. Ve a un hombre cercado por el desamor y lo cuenta sin jactancia ni pueril esperanza de auxilio. Se recuerda equilibrista mas confiesa su vértigo y su afán de vacío. Y lo escribe casi todo, escribe “hasta aquí” si no fuera “porque, como vivir, resulta innecesario/ y, al fin, como morir, resulta indiferente”. Confiesa, se confiesa, e invita al lector a saberse semejante, que tardó toda una vida en asumirse sólo hijo, hijo sin hijos, rama final que no dejará descendencia alguna. Este libro donde los petirrojos se vuelven antimateria es, sin duda, el poemario más sincero de Juan Cobos. No, no ha perdido un ápice de elocuencia, ni de capacidad para la belleza y el escalofrío. Sabe Cobos que la búsqueda de la verdad, la honestidad desde la propia esencia es el único argumento moral del poeta. Y él ha venido aquí a despojarse, a admitir que no sabe cómo un poeta puede ayudar en este derrumbe. Porque, como decía Breton, el único destino de la belleza es ser convulsa. La que evoca Juan Cobos lo es. Sin duda alguna.