Buscadora de vidas
Cuando se habla de periodismo y literatura, suele ponerse el foco en lo que el primero tiene o puede tener de literario, como escuela de narradores o como ejercicio híbrido en el que los hechos son susceptibles de combinarse con altas dosis de subjetividad. Se insiste menos en lo que muchas obras literarias deben al periodismo, y en especial a la crónica, como sustento de una poética narrativa que en ciertos casos puede llegar a constituir un estilo por sí mismo. La obra de Elena Poniatowska, premio Cervantes 2013, no se reduce solo a su faceta testimonial, pero está claro que en ella ha conseguido algunos de sus mayores logros y por otra parte no hay libro de la escritora mexicana que no refleje, con una mirada siempre incisiva y en el mejor de los sentidos comprometida, los escenarios de la realidad.
En relación con el compromiso, abundan las proclamas vacuas o los gestos de cara a la galería, pero Poniatowska no ha atendido tanto a las ideologías abstractas como a las circunstancias concretas de la gente corriente. Lo resalta Jordi Soler cuando señala la empatía de la autora con los olvidados o los desposeídos, con las zonas oscuras de la sociedad mexicana que sus novelas o reportajes contribuyeron a iluminar de manera decisiva, de acuerdo con una sensibilidad que ha cuestionado asimismo, aunque sin alardes, el papel tradicional de las mujeres. Soler ha trazado la cartografía literaria del mundo de Poniatowska y a continuación ella misma, en conversación con Carlos Rubio, repasa los principales hitos de su trayectoria, desde los orígenes familiares y la llegada a México —su primera lengua fue el francés— hasta estos días en los que prepara el discurso del Cervantes, pasando por sus inicios en el periodismo, los sucesivos libros que fueron asentando su prestigio, las circunstancias que rodearon su publicación y el tardío reconocimiento internacional de la mano de los premios Alfaguara y Biblioteca Breve.
La literatura de Poniatowska surge casi siempre, como afirma Rubio, del cruce entre la ficción y la realidad, pero la autora nunca ha abandonado el asedio directo de esta última. A la vez que se refiere a su labor netamente periodística, Lydia Cacho traza un hermoso retrato de la “princesa roja” —así llamada por la mezcla de linaje aristocrático y solidaridad con los débiles— que incide en su infinita curiosidad por las vidas ajenas —Poniatowska es una “buscadora de vidas”— y en su distancia de las élites intelectuales. Porque a veces, dice Cacho, se ha juzgado con cierta condescendencia su manera narrativa, que como la de otros escritores y periodistas pasa por ser, para los exquisitos de salón, sospechosa o en apariencia “menor”. Destacando lo que esa manera tiene de innovadora y la vigencia de la literatura testimonial en la era de las tecnologías, Cristina Rivera Garza describe con gran lucidez el procedimiento acumulativo por el que la autora incorpora a sus libros —“abiertos, horizontales, multitudinarios”— una variedad de voces y de recursos que los convierte en admirables polifonías.
Ya octogenaria, Elena Poniatowska permanece en activo y con decenas de proyectos pendientes, desde cualquiera de las dos aceras por las que discurre el oficio de contar. Muestra de esa vitalidad creadora es su último libro, El universo o nada, que nace del anterior y está como él dedicado a la figura de su marido —fallecido en los noventa— el astrónomo Guillermo de Haro. Biográfica y autobiográfica, la nueva historia de Poniatowska es también, como afirma Ernesto Calabuig, una honrada, combativa y apasionante crónica de México en el convulso siglo XX.