Correspondencias
No es de hoy la decadencia del correo —postal, una precisión obligada en la era de internet— que ya señalara Pedro Salinas en su célebre “Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar”, publicada a finales de los años cuarenta del siglo pasado, pero no cabe duda de que las nuevas tecnologías, que por una parte han estimulado el hábito de comunicarse por escrito, por la otra han puesto fin a toda una época en la que las cartas de papel fueron no sólo un vehículo de comunicación, sino una forma de hacer literatura. No en vano se habla del género epistolar, que brilló en el XVIII y ha sido cultivado en mayor o menor medida por todos los escritores desde entonces, dando lugar a repertorios que iluminan la personalidad de los corresponsales o su tiempo y en ocasiones trascienden el interés documental para formar parte de la obra.
De su utilidad para los biógrafos habla una experta en la materia como Anna Caballé, que compara la labor de aquellos con la de los arqueólogos y reclama la creación de archivos específicos, señalando el escaso respeto que la cultura española ha manifestado por las correspondencias y poniendo como ejemplo de este desdén los casos del epistolario aún inédito de Juan Eugenio Hartzenbusch, “el más completo de nuestro Romanticismo”, o del también ingente de Ramón y Cajal, en gran parte perdido.
Algo se ha avanzado, sin embargo, en las últimas décadas, y buena muestra de ello es el proyecto Epístola del que escribe su principal impulsor, José-Carlos Mainer, dedicado a la recuperación, análisis y edición digital de la correspondencia de los autores que protagonizaron la llamada Edad de Plata, cuyos epistolarios —algunos de ellos, como los de Juan Ramón, Zenobia, Jarnés, Cernuda o Altolaguirre, rescatados también en volúmenes impresos— son de lectura imprescindible a la hora de fijar las coordenadas del periodo. De una de las generaciones que convivieron entonces, la del 27, que ha dejado muestras tan significativas como las cartas cruzadas entre Salinas y Guillén o las dirigidas por el primero a su amante Katherine Withmore, trata Andrés Soria Olmedo, para quien sumado a su valor como herramientas para reconstruir la historia literaria está el de suscitar emociones que no se habrían conservado de otro modo.
Algunos autores escriben sus cartas pensando en la posteridad, pero otros —cualquiera en ciertos momentos— lo hacen con un carácter estrictamente privado. Justo Navarro plantea el dilema acerca de su difusión póstuma, difícil de evitar cuando se trata de escritores de los que interesa todo, y sale del ámbito de la lengua española para transitar por los epistolarios de Calvino, Nabokov, Zweig, Roth, Bachmann o Celan, pródigos en intimidades no siempre favorecedoras. Laura Freixas, por su parte, celebra el ingenio y la vivacidad de una autora ya clásica, madame de Sévigné, mujer extraordinaria que escribió desde “fuera de las murallas de la Literatura” y cuyas cartas son un monumento, nada suntuoso, de lo que los franceses llamaron su Gran Siglo.
Como género egoísta, lo define Vicente Molina Foix, que señala asimismo el menosprecio con que los españoles lo han juzgado hasta hace poco y se detiene para cuestionar esta desatención en la correspondencia intercambiada entre la exiliada Rosa Chacel y una joven Ana María Moix, dos autoras que trabaron estrecho contacto con un océano de por medio. Eso hacen las cartas, tender puentes, crear un espacio de entendimiento que anula la geografía y construye, sólo con palabras, un mundo aparte.