Del libre pensamiento
La permanente actualidad de Michel de Montaigne es tan clara e indiscutible que no precisa de aniversarios para ser celebrada, pero se hace aún más necesario resaltarla en unos tiempos en los que la irracionalidad, el fanatismo y la intolerancia amenazan los valores del humanismo que el autor francés, uno de los grandes de la literatura europea, defendió en sus Ensayos, la obra fundacional que dio nombre a todo un género y ha proyectado su rastro luminoso hasta nuestros días. Él mismo, como declaró famosamente, era la materia de su libro, que lo muestra en toda su desnudez a la vez que busca inspiración en los maestros de la Antigüedad o dialoga con ellos, de un modo que rehúye la mera erudición y sigue interpelando a los lectores contemporáneos.
Desde el retiro donde dictó su magna obra, en conversación consigo mismo y con los autores difuntos a los que trataba con la familiaridad de los viejos amigos, Montaigne inaugura una forma nueva de decir y de pensar en libertad. Lo hace, como apunta Antonio Muñoz Molina, desde el reconocimiento de las limitaciones y la desconfianza de las verdades absolutas, abriendo el camino que recorrerán los ilustrados para dejar atrás los dogmas o las supersticiones en el ámbito de la ciencia, la religión o la política. Amante de la vida y sus placeres, comprensivo con las debilidades propias o ajenas, no ejerce como maestro, dice Fernando Savater, sino como compañero, un leal confidente que jamás se permite la admonición y prefiere la complicidad entre iguales a la desdeñosa lección desde la cátedra, un antepasado y protector —como lo definiera su devoto biógrafo Stefan Zweig— de todos los librepensadores del mundo.
Frente a la duda metódica de Descartes, explica Victoria Camps, concebida como instrumento para acceder a la verdad, Montaigne, heredero del escepticismo de los filósofos griegos, plantea un cuestionamiento aproximado, nunca definitivo, que no pretende llegar a conclusiones inapelables. Somos contradictorios e incoherentes y a lo más que podemos aspirar es a conocernos a nosotros mismos, sabiendo que hay realidades distintas que solo pueden abordarse desde el respeto y la conciencia de un “molde común humano”. Es mucho lo que ignoramos, pero de la incertidumbre nace la capacidad crítica o autocrítica que descarta los fáciles extremos para optar por la “vía del medio, ancha y abierta”. Hay varios Montaignes, precisa su traductor Jordi Bayod, pues pese a su temperamento hedonista el autor no se libró de padecer ataques de melancolía y fue esta, de hecho, la que lo llevó a la escritura, pero el viejo gentilhombre no solo no se arrepentía de su juventud licenciosa, sino que defendía sus gozos y desconfiaba del “exceso en la virtud” que malogra los consejos de los moralistas más adustos.
Frente a ellos, sostiene Vicente Molina Foix, el señor de Montaña, como lo llamó su temprano admirador Francisco de Quevedo, no trataba de educar ni de dar ejemplo, dado que su idea de la filosofía no era aleccionadora como la de Séneca o San Agustín, ilustres antecesores en el empleo de registros confesionales, sino puramente narrativa —Molina Foix define los Ensayos como “novela del yo”— y dirigida no tanto a formar caracteres como a compartir su experiencia personal de una manera inusualmente franca y bienhumorada. Es el tono de Montaigne, esa mezcla característica de desprejuiciada sabiduría y admirable ligereza, lo que convierte a sus lectores de cualquier tiempo —de ahí la universalidad de su obra— en semejantes y hermanos.