Divinas palabras
Al margen o sumada a su condición de repertorios de creencias asumidas por los fieles, las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam, han dejado honda huella en la historia de la cultura y siguen impregnando muchas de sus manifestaciones, que no pueden entenderse sin una mínima familiaridad con sus valores e imaginarios. Las gentes del Libro, como las llama el Corán, aludiendo al fondo común de la tradición abrahámica, conforman linajes emparentados cuyas ramificaciones, aunque diferenciadas, presentan también rasgos compartidos. El mundo que conocemos no sería el mismo sin su prolongado influjo en el arte, la literatura o el pensamiento. No es necesario abrazar la doctrina para acercarse a ese legado, que puede ser apreciado por creyentes o agnósticos y encuentra su máxima expresión en un clima de tolerancia.
La creencia, de hecho, como afirma Karen Armstrong, no es lo más importante de la fe, que implicaría sobre todo confianza. Entrevistada por Blanca A. Gutiérrez, la reciente Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, reconocida estudiosa de las religiones y lúcida exploradora de una idea de la divinidad que trasciende los credos específicos, defiende una lectura no dogmática de las Escrituras que rastree las enseñanzas aplicadas al comportamiento, entre las que sobresale una regla de oro, no propiamente religiosa, basada en no hacer a los demás lo que uno no querría para sí mismo. La búsqueda de la justicia y la igualdad, la necesidad de tender puentes, una interpretación autocrítica del pasado o el sentido profundo de la compasión, enfrentado a la preocupación excesiva por lo propio que caracteriza a las sociedades modernas, son algunos de los principios universales que para Armstrong resultan inseparables de la práctica.
De uno de los textos más hermosos y discutidos del Antiguo Testamento, el Cantar de los Cantares, escribe Antonio Praena, para quien la inclusión de una obra de tan elevado contenido erótico en el canon bíblico equivale a la consagración del deseo y el amor profano, por encima de la dimensión alegórica que ha ocupado a generaciones de teólogos y exegetas. Rafael Valencia describe y contextualiza el más reciente de los libros revelados, el Corán, influido por los anteriores pero asimismo fundacional, base del árabe clásico que se convirtió para los musulmanes en una lengua de cultura, fuente perdurable de derecho y fundamento de una cosmovisión vigente en amplias zonas del mundo. Para Esther Bendahan, el pueblo judío, cuya genealogía nos cuentan la Biblia y los demás textos sagrados transmitidos por la tradición hebrea, tiene su centro de gravedad en la experiencia del exilio, interiorizada por los integrantes de la diáspora que entonaron durante siglos la nostalgia de Israel, insertaron su historia colectiva en la memoria personal y confirieron a la noción de extranjería una cualidad ética.
A propósito de la llamada Biblia del Oso, Antonio Muñoz Molina reivindica la magna figura de Casiodoro de Reina, un “Cervantes secreto” que aunó el formidable talento como traductor —su uso del castellano señala un hito en la historia de la lengua— y el valor y la constancia de los disidentes en una época dominada por el fanatismo. Por causa de sus problemas con la ortodoxia su versión, la primera española completa, no ha tenido entre nosotros el peso de otras igualmente pioneras en el ámbito europeo, pero el nombre de Casiodoro merece figurar junto a los de sus contemporáneos San Juan de la Cruz o Fray Luis de León entre los más altos transvasadores de las divinas palabras.