Faenas de papel
Más allá de la controversia a propósito de la llamada fiesta nacional, que no es de hoy aunque se ha enconado en los últimos tiempos, o del juicio más bien pesimista que muchos de los propios aficionados albergan sobre su estado actual o las perspectivas de futuro, no puede negarse que la tauromaquia, definida por sus defensores como arte total, ha dejado un vasto reflejo en la cultura española. En el caso de la literatura, su huella es bien visible tanto en el ensayismo como en la narrativa o la poesía, que cuentan con toda una tradición a la que se debe, en gran medida, el conocimiento o el prestigio intelectual del toreo dentro y fuera de nuestras fronteras.
Hasta el siglo XVIII se remonta Alberto González Troyano para localizar el origen de una fascinación que convirtió al torero en un héroe de trazas legendarias, retratado como tal en relatos o biografías noveladas que en un principio difundían una visión costumbrista y castiza, pero fueron haciéndose más exigentes hasta llegar a la serie de las “grandes novelas del toreo” —tragedias que siguen el esquema clásico de ascenso y caída— donde confluyen la seducción literaria y una mirada crítica. De la poesía de tema taurino, abundante pero no siempre memorable, escribe Carlos Marzal, que por un lado resalta la emoción estética como fundamento de la tauromaquia y por otro previene contra el riesgo de caer, a la hora de llevarla al verso, en el pintoresquismo decorativo. Conviene, nos dice, no perder de vista lo sustantivo ni atender a otra cosa que no sea la propia poesía cuando se trata de trazar sobre el papel lo que él mismo llamaba, en su imprescindible antología sobre la materia, la geometría y el ensueño.
Pero el reflejo aludido no se limita al ámbito hispánico, incluyendo en el mismo a los países de América donde el toreo forma parte, como en España o las regiones meridionales de Francia, de una identidad secular, sentida como propia. De esbozar su proyección exterior se encarga Jacobo Cortines, que cita a autores ya clásicos y resalta el carácter internacional de la fiesta, sin eludir un juicio sobre el difícil momento que atraviesa como consecuencia, ciertamente, de la impugnación de sus enemigos, pero también de amenazas internas como la banalización, el afán de lucro o la conversión en mero espectáculo. Cuando abordamos la literatura taurina, por otra parte, es obligado referirse a la crítica que —antes llamada recepción o revista, en un principio anónima— ha acompañado al toreo desde los mismos inicios documentados, y en la que han brillado nombres indisolublemente ligados a la historia de las grandes faenas. Para Javier Villán, que la ha ejercido durante décadas, la crónica es el género taurino por excelencia, cultivado a menudo por críticos que firmaban con seudónimo o alternaban la tarea con la recensión de otras manifestaciones artísticas. Tampoco él, como otros “espectadores ilustrados”, deja de apuntar la idea de una cierta decadencia.
Si se habla de héroes, pisamos los territorios del mito y es la infancia, evocada por Felipe Benítez Reyes, el tiempo en el que se incuban los sueños de gloria, de esa inmortalidad que persiguen los toreros en su arriesgado flirteo con la muerte. El toreo, dice el narrador y poeta, tiene mucho de “disciplina verbal”, pues la fugacidad de los lances —el duende que no pueden captar las cámaras— necesita de la recreación para poder ser fijada y transmitida. De eso, de convertir los destellos entrevistos en palabras perdurables, se ocupa la literatura.