Humor en serio
La concesión del premio Cervantes a Eduardo Mendoza, un autor que ha contado desde los inicios de su trayectoria con el reconocimiento del público y asimismo de la crítica, sanciona el prestigio de un autor del que suele con razón decirse que cambió el rumbo de la narrativa española tras la publicación de su primera novela, a la que han seguido muchas otras que permiten definirlo como uno de los referentes de la literatura contemporánea. Ha sido habitual calificar su obra de cervantina —así lo hizo Carme Riera en estas mismas páginas, a propósito de La ciudad de los prodigios— y resulta por ello tanto más apropiada la distinción que vincula los nombres del padre universal del género y de uno de sus más conspicuos y brillantes herederos actuales.
Por su perdurable interés y su evidente oportunidad, rescatamos del fondo de Mercurio dos artículos dedicados a Mendoza por sendos autores —Pere Gimferrer y Javier Marías— que lo conocen desde hace décadas y han mantenido con él una relación que trasciende lo literario. El primero, que como editor ha sido uno de sus más tempranos y concienzudos lectores, recorre su itinerario —mencionando incluso los proyectos desechados o inéditos— para desdecir o matizar la acostumbrada división de sus novelas en obras serias o humorísticas, pues por una parte la ironía está presente en todo cuanto ha escrito y por otra, aunque no siempre se perciba, hay también crítica social, histórica o política —y dureza o hasta un fondo de amargura— en sus ejercicios de comedia ligera, igualmente exigentes en lo que se refiere a la forma. Marías, por su parte, que ya pidió el Cervantes para su colega y amigo, destaca la rara capacidad de Mendoza para caer bien a todo el mundo y el hecho insólito entre nosotros de que su figura, pese al éxito continuado, no concite animadversión sino todo lo contrario.
En entrevista con Antonio G. Iturbe, reciente ganador del premio Biblioteca Breve, Mendoza muestra esa elegante discreción a la que también se refería Marías, fruto de una modestia no impostada que en efecto seduce por la distancia o el contraste frente a los autores encantados de haberse conocido. El novelista, que no piensa para nada en la posteridad, defiende sin embargo el humor como conservante, previene contra los subrayados demasiado explícitos, reivindica el linaje que nace del Quijote o el Lazarillo y menciona, entre los grandes humoristas, a narradores como Diderot, Twain, Dickens o Hašek. Para Justo Navarro, Mendoza combina los procedimientos de la novela popular o por entregas —la dilación, el suspense— con la recreación histórica, la comedia de enredo y una manera de entender el género negro, deudora también del imaginario de los tebeos, donde predomina la intención satírica, de acuerdo con un propósito hedonista que aspirando al entretenimiento no deja de proyectar una mirada impugnadora sobre ambientes, tipos o discursos magistralmente caricaturizados.
Del mismo modo que Gimferrer o Iturbe, Antonio Orejudo señala la impertinencia de la distinción entre obras mayores y menores y remite al Cervantes de las Novelas ejemplares que representaría, en términos que hoy llamaríamos experimentales, la fusión entre dos tradiciones, la picaresca y el relato policial o de detectives en el caso de Mendoza. Su buen humor, basado en el lenguaje, nace no de una necesidad liberadora o de la burla de los inferiores, sino de la cómica incongruencia entre la condición y los registros de sus personajes. Es por ello, además de hilarante, una cosa muy seria.