Imágenes que cuentan
Desde hace años viene constatándose el renovado prestigio y la mayor visibilidad de un tipo de libros que hasta hace no tanto solía estar circunscrito a las secciones de infantil y juvenil —donde sigue lógicamente presente, de la mano de numerosos autores especializados— o a las dedicadas a los volúmenes de gran formato. No es una novedad la existencia de los libros ilustrados para adultos, pero sí se percibe, en paralelo a la multiplicación de los sellos y las colecciones específicas, una mayor consideración del trabajo del ilustrador y una creciente demanda por parte del público que conoce y sigue a dibujantes concretos o en general la línea de las editoriales más activas.
Como sugiere en su reportaje Héctor Márquez, puede que el fenómeno guarde relación con la extensión de internet y las nuevas tecnologías, por su mayor énfasis en el componente visual, o más precisamente con la crisis ligada a la competencia del paradigma digital que habría llevado a los editores a extremar el cuidado y la singularidad de los libros impresos, una reacción ya pronosticada por algunos observadores que por lo demás no se opone al uso de los formatos electrónicos. En sus diferentes modalidades, el clásico iluminado, el libro de artista o la novela gráfica, pero también el ensayo histórico o incluso filosófico —como demuestra el éxito del francés Pajak— y la biografía en imágenes, los libros ilustrados son buscados por lectores que reconocen a los artistas y para los que estos ya no son, como antaño, figurantes o secundarios. Juntos a veteranos como Max, encontramos jóvenes y muchas autoras, en algunos casos vinculadas a los grandes sellos que han seguido la estela de una tendencia iniciada —y continuada a gran nivel— por las editoriales independientes.
De una corriente en particular, la ficción ilustrada, escribe el editor Javier Ortega, que se remonta a los orígenes del arte y a sus lecturas de niño para trazar la genealogía de una pasión que ha convertido en oficio. Frente al uso ornamental del dibujo, los “libros personales de ilustración” invierten la jerarquía habitual y nacen de un empeño total que se propone pensar —y contar— una historia en imágenes, acompañadas de textos en una secuencia sin patrón definido donde cada página es única. Una de las más celebradas representantes de esta modalidad, la pintora y dibujante Paula Bonet, es entrevistada por Anna Iglesias, a la que declara su deseo de huir de la literalidad o lo que es lo mismo de la redundancia. Para la autora, que confiesa su predilección por los retratos y la importancia de la literatura como fuente de aprendizaje, tanto las imágenes como el texto son insustituibles, de modo que ambos dialogan en una unidad mayor. Bonet evoca su renuncia al preciosismo —a las ilustraciones amables o bonitas— y afirma la necesidad de mantenerse al margen de las modas o los requerimientos del mercado, que pueden desvirtuar la labor del artista hasta hacer que pierda su sentido.
Otra prestigiosa ilustradora y también escritora, Sara Morante, describe los pasos que median entre la decisión de asumir un encargo y el momento, siempre emocionante, en el que recibe los ejemplares de la obra publicada: una lectura atenta, la anotación de ideas o metáforas posibles, la visualización de los personajes y los escenarios, la incorporación de detalles complementarios, el hallazgo a veces casual o inconsciente de recursos narrativos. El ilustrador es un lector que interpreta una historia desde su perspectiva y la recuenta, solo que sin palabras, con un lenguaje propio.