La estación azul
Se ha convertido en un lugar común, pero no deja de ser cierto que pocas épocas del año hay como el verano tan favorables para la lectura demorada, sea en los lugares habituales de residencia, donde se diría que las horas discurren más lentas, o en los elegidos para escapar por unos días o semanas de la rutina doméstica. No hablamos aquí, sin embargo, de las clásicas recomendaciones veraniegas, sino del verano como tema o escenario, de sus implicaciones y del modo, lógicamente diverso, en que ha sido recreado. La primavera o el otoño tienen quizá, como estaciones variables o de transición, más prestigio lírico, pero también el verano —fundamental en el imaginario o la mitología particulares de cualquier lector— ha dejado rastro en la literatura.
Como dice Justo Navarro, los veranos pueden ser un tiempo muerto o tan vivo que parece irreal. De su mano recorremos las peripecias de “seis novelas estivales” que ejemplifican formas muy distintas de reflejar los meses del esplendor solar y algunos temas asociados, el viaje, la evasión, el enamoramiento o el deseo de aventura, pero también la decadencia, el extrañamiento, las crisis personales o las historias perturbadoras. El trasfondo crespuscular de Muerte en Venecia, el universo fantástico de La invención de Morel, los tonos existenciales de El extranjero, el regreso al pasado de El Tercer Reich, la refinada comicidad de Una comedia ligera y la ambigua trama criminal de Tras los pasos de Ripley, son abordados por Navarro en un recuento que sugiere concomitancias y muestra esa doble cara, luminosa o trágica, de la estación azul.
Más que una estación, precisa Carmen Camacho, el verano es un estado, por lo general felizmente promisorio pero en todo caso propicio para la poesía. Versos de autores clásicos o contemporáneos y no pocos actuales comparecen en un itinerario que sugiere languidez, abandono, sensualidad, pero también acoge el vacío, la desolación, la incertidumbre. Se trata de un tiempo para sentir que invita al hedonismo o el disfrute de la hora presente y a la vez remite, por su propia cualidad evocadora, a un pasado que sigue viviendo en la memoria. Vicente Molina Foix recuerda los destartalados cines de verano de su niñez y adolescencia y con ellos vuelve a la prodigiosa edad de los descubrimientos, la formación y el asombro, que marcan el paso de los ocios infantiles, apurados de un modo elemental e inconscientemente instructivo, a las sofisticadas predilecciones de la vida adulta. Y María Alcantarilla propone una mirada híbrida, hecha de palabras e imágenes, que toma la forma de un fotoartículo donde una serie de instantáneas en blanco y negro, muy alejadas de los motivos acostumbrados, dialogan con un texto —“Los meses de verano son una declaración de inocencia”, dice citando a John Berger— a caballo entre la reflexión ensayística y el desnudo poema en prosa.
Para Antonio Orejudo, la conexión del verano con la infancia —con la suya de niño fascinado, como tantos otros, por los personajes de Enid Blyton— está indisolublemente vinculada a las aventuras de Los Cinco, cuyos libros devoraba en la hora sagrada de la siesta de los mayores. La exitosa serie de la autora británica, popular en toda Europa y difundida en España a partir de los años sesenta, ha sido una de las puertas de iniciación a la lectura para varias generaciones de muchachos que encontraron en los episodios de la pandilla el placer de habitar, en las largas tardes de entonces, un verano perpetuo.