La rabia y la idea
Suele decirse que el XX ha sido el siglo más corto, dado que habría empezado con la Gran Guerra y terminaría, a juicio de muchos historiadores, con la caída del muro de Berlín, pero en España su inicio puede datarse bastantes años antes, coincidiendo con la crisis del 98, la conciencia del Desastre y el abanico de propuestas vinculadas al programa regeneracionista. Pese a la neutralidad, sin embargo, la Primera Guerra Mundial tuvo una incidencia no menor en la sociedad española, como elemento catalizador de la joven generación —aunque imprecisa, la categoría orteguiana sigue siendo útil— que salió entonces a la palestra para retomar, con renovados bríos, los deseos de cambio que ya habían preconizado sus inmediatos predecesores los noventayochistas o hermes del Novecientos, como los calificara Cansinos Assens.
“Generación de la rabia y la idea”, la llamó Antonio Machado, uno de los ya veteranos modernistas que —como de otro modo Juan Ramón Jiménez— apoyaron los esfuerzos de la gente nueva. Nos lo recuerda Fernando García de Cortázar, que traza un completo panorama donde se apunta a la conciencia política de sus integrantes y a su propósito de modernizar la vida nacional de acuerdo con los parámetros europeos, pero también a la divisoria entre germanófilos y aliadófilos, a los beneficios económicos derivados de la no intervención —absorbidos por una burguesía financiera que obtuvo ganancias espectaculares— o a la agitación social de aquellos años decisivos. La voluntad de proyección en la esfera pública señala, para Justo Serna, la definitiva irrupción de los intelectuales, que defienden el progreso, la educación y la cultura desde tribunas editoriales o periodísticas —el ensayo y el artículo son los géneros predilectos— concebidas para influir en la opinión. En entrevista con Tomás Val, José Álvarez Junco se refiere asimismo al contexto general de las primeras décadas del siglo y a la lenta pero profunda transformación de la sociedad, desde una perspectiva actual que destaca, con matices y cierta melancolía, la vigencia del europeísmo.
Hubo otras muy relevantes, pero ya entonces estaba claro que Ortega era la gran figura del periodo y su máximo referente intelectual, como apunta Jordi Gracia en su retrato del joven filósofo al que avalaron no solo sus coetáneos sino también muchos de los autores más respetados de las generaciones anteriores. Pero también estaban d’Ors, Pérez de Ayala, Azaña o Marañón, el científico que mejor encarnó —no fue el único, como destaca José Manuel Sánchez Ron, que cita los nombres de una decena de médicos, físicos o matemáticos de primer nivel— los ideales del 14. De la guerra, de nuevo, y en particular de su reflejo en la prensa, que conoció durante la contienda una etapa de esplendor, trata Xavier Pericay, quien alude al dinero proveniente de las naciones en liza, pero también al genuino interés de los ciudadanos por el conflicto o al trabajo de fotógrafos, periodistas y corresponsales, como causas de esa efervescencia que multiplicó las cabeceras y las páginas dedicadas al gran suceso del momento.
No se puede olvidar, en fin, a otro de los autores clave, rival del mencionado Cansinos en la pugna por abanderar las incipientes vanguardias. De Gómez de la Serna, el sin par Ramón, destaca Carlos Marzal su carácter lúdico y su cualidad proteica, presentes en una escritura arrebatada y libérrima que está en la raíz de todos los retos, experimentos y transgresiones de las dos décadas siguientes.