La vida misma
El pasado mes de mayo se cumplió el 175º aniversario del nacimiento de Benito Pérez Galdós y dentro de dos años, en enero de 2020, habrán pasado cien desde su muerte, pero no es necesario que medie efeméride ninguna para celebrar al mayor novelista de nuestro siglo XIX, donde solo se le acercan Clarín o Valera, y a uno de los grandes narradores de la lengua española desde que Cervantes, su más clara influencia, refundara o inventara el género en la época moderna. De obligada visita para los historiadores, la obra de Galdós sigue siendo un festín para todo el que desee sumergirse en aquel tiempo viejo, tan fielmente recreado, que no ha dejado de palpitar en sus páginas, caracterizadas por la permanente actualidad que distingue a los clásicos.
La reciente relectura de los Episodios Nacionales, cuenta Andrés Trapiello, que lleva décadas empeñado en la defensa de un escritor no siempre apreciado en la alta medida de su talento, confirma su fascinación de juventud por el superpoblado universo narrativo de Galdós —habitado por casi cuatro mil personajes, sumando los que aparecen en las Novelas contemporáneas— y el asombro por las virtudes de una manera de escribir que se diría ajena al esfuerzo o el artificio. Hoy como ayer, impresionan el amor del creador por todas sus criaturas, su humor finísimo, esa forma de compasión que llamamos cervantina o la prodigiosa naturalidad que equipara a sus narraciones, en las que el autor desaparece como ocultando sus habilidades, a la vida misma.
Y sin embargo, como apunta José María Pozuelo Yvancos, la recepción de Galdós ha sido problemática, por un injusto menosprecio de lo castizo o por el malentendido que lo situaba como un narrador ajeno al rumbo de la modernidad, estigmas frente a los que reaccionaron, con sólidos argumentos, tanto Luis Cernuda y Francisco Ayala como otros representantes del exilio o el hispanismo norteamericano. El novelista canario prestó una atención especial a los personajes femeninos y de ellos, las mujeres de Galdós, protagonistas de algunas de sus narraciones más celebradas, escribe Yolanda Arencibia, que destaca la riqueza de caracteres y la evolución de estos en consonancia con la del país o el propio autor, a quien guiaba el ideal de la literatura como enseñanza y que no dejó de hacerse eco de los deseos de libertad en algunos casos, ciertamente rompedores, que se salían de la norma. Con Galdós, por otra parte, como señala José Esteban, nace la novela urbana madrileña y pocos escritores como él han reflejado los pormenores de la vida cotidiana en la villa y corte, retratada en un momento de transformación que alumbrará la ciudad moderna, aún reconocible. Con razón se ha dicho que Madrid, sus calles, sus vistas, sus fondas y sus mercados, reflejados a partir de su predilección por las pequeñas cosas, es el gran personaje de Galdós y ya Clarín le reconoció el haberlo convertido, como otros a París, en “materia romanesca”.
A la incomprensión de parte de la posteridad se refiere también Almudena Grandes, que suma a Max Aub o a Buñuel al bando de quienes lo reivindicaron y reafirma, como orgullosa heredera de Galdós, la vigencia de un formato narrativo que sigue siendo válido —ella misma lo ha cultivado— en el primer tercio del siglo xxi. Hora es de dejar atrás los prejuicios o ese rasgo tan nuestro que invita a desmerecer lo propio para reencontrarnos con una España, como la calificó Cernuda, querida y necesaria.