Las palabras vivas
Nació con el siglo y formó parte de la generación de pioneras que accedieron a la Universidad cuando apenas había mujeres en las aulas, algunas de las cuales, como fue su caso, ocuparían posiciones relevantes en la vida cultural de la España republicana. La trayectoria y la obra de María Moliner, sus méritos y su formidable ejemplo, no se reducen a la publicación, en 1966-1967, del Diccionario de uso del español, pero la familiar presencia de los dos tomos en las casas de miles de hispanohablantes que trabajan con el idioma ha convertido su nombre en una referencia mítica, al margen del reconocimiento de los especialistas. Proverbialmente discreta, “la mujer que escribió un diccionario”, como la llamó García Márquez en una conmovedora necrológica, decía que no había hecho otra cosa que coser calcetines. Su logro resulta tanto más admirable por el hecho de que afrontara la tarea en solitario, en un entorno doméstico y sin el apoyo de ninguna institución, lo que permite calificarlo de verdadera proeza.
En su repaso del itinerario biográfico de Moliner, cita Inmaculada de la Fuente unas palabras de la estudiosa en las que esta describía su fascinación, ya de niña, por la “lógica maravillosa del lenguaje”. En ella se sumergió de lleno cuando tras la Guerra Civil fue degradada por las nuevas autoridades y reorientó sus esfuerzos, que antes y durante la contienda se habían volcado en el gran proyecto de las Misiones Pedagógicas y la gestión de Bibliotecas, en la dirección de la lexicografía. Tenía 51 años cuando empezó a abordar la obra de su vida, elaborada a lo largo de quince años de trabajo que fructificaron en su monumental Diccionario, obra de consulta obligada y verdadero hito en la historia española de la disciplina. Como explica María Antonia Martín Zorraquino, su valor no residió tanto en la cantidad de palabras definidas como en la novedosa concepción del repertorio, organizado de un modo que permitía visualizar las relaciones que aquellas contraen en su uso —en el habla real— y las familias etimológicas a las que pertenecen. Redactadas en un lenguaje claro y famosamente expresivo, sus definiciones, acompañadas de ejemplos reveladores, crearon escuela y con el tiempo han influido en el desempeño de los lexicógrafos posteriores, incluidos los de la Real Academia donde Moliner, pese a su inmensa contribución, no logró ser admitida.
Doña María, como la llamaban, con una mezcla de respeto y veneración, quienes sabían de sus cualidades, tenía un oído privilegiado y una sensibilidad especial, que como señala Pilar García Mouton le alejaron de la rigidez normativa a la hora de enfrentarse al caudal léxico de la lengua. Esa sensibilidad se aprecia en la cercanía y la frescura descriptiva de su estilo, en la atención a los matices o en el cuidadoso tratamiento de los términos políticos y en particular de los relacionados con el papel social de la mujer, muy distante de las simplificaciones o los prejuicios habituales de su época. Moliner siguió el rastro de las palabras vivas y concibió su magna obra, escribe Joaquín Dacosta, como “herramienta” total, al servicio de los hablantes o de los lectores que encontraron en su Diccionario una completísima radiografía del presente.
Más de cincuenta años después de su primera edición, el María Moliner, ampliado con las enmiendas y novedades que la autora acopió hasta su muerte, sigue siendo un modelo y un caso excepcional —afirma con razón uno de sus numerosos usuarios agradecidos, la novelista Cristina Sánchez-Andrade— de obra de referencia que puede leerse por gusto. En ella, como en la mejor literatura, no ha dejado de palpitar la vida.