Lecciones de vida
Más de cuatro décadas de trayectoria y decenas de títulos publicados, varios de ellos fundamentales a la hora de hacer recuento de los debates filosóficos, intelectuales y literarios desde comienzos de los setenta, han convertido a Fernando Savater en uno de los referentes mayores del ensayismo hispánico, cuya contribución abarca ámbitos tan distintos como la ética, la educación o la política, además de la literatura, el articulismo o la agitación en su sentido más noble. En la estela de los philosophes, aunque tampoco haya rehuido el ámbito universitario, Savater ha oficiado como pensador en la plaza pública, siempre disponible para arrojar luz sobre las cuestiones más controvertidas y fiel a sus entusiasmos de juventud, que ha sabido trasladar con la pasión que convierte el afán de conocimiento en un placer o una aventura.
Entre sus aportaciones a la filosofía, Aurelio Arteta elige un objeto de reflexión central en el pensamiento —y el carácter, como él mismo precisa— del donostiarra, implícito en la profesión de hedonismo que impregna buena parte de su obra. Dicho objeto no es otro que la alegría, en su dimensión celebratoria de la vida —una vida consciente que encuentra en sus limitaciones motivo de júbilo— o en el que proviene de esa forma de “admiración moral” que el propio pensador ha suscitado en sus lectores. La manera en que Savater se ha dirigido a ellos, en sus artículos, es analizada por José Lázaro, que vincula esta faceta del escritor —como luego Alberto González Troyano— a la estela de Ortega, por su vocación de influir en la opinión pública y sobre todo por su alejamiento tanto de los modos académicos como de los estrictamente periodísticos, dado que sus envíos aúnan el rigor y la subjetividad sin dejar de ser ágiles ni de enfrentar cuestiones de fondo, aunque sea al hilo de la actualidad más inmediata.
En entrevista con Alejandro V. García, trata Savater de muchos temas actuales junto a otros que le han ocupado desde antiguo, como intelectual y como hombre de letras. Luego de definirse como lector o como aficionado —por oposición a los estudiosos altamente especializados— y de recorrer parte de su evolución personal, el ensayista aborda su militancia política, la “enfermedad oportunista” del nacionalismo, la decadencia de las actitudes nihilistas, los retos de la reforma educativa, los problemas de la industria del libro, la ética y la estética de la prensa tradicional frente a los nuevos soportes. Donde otros juegan a la ambigüedad o se acogen a lo políticamente correcto, Savater aporta argumentos razonados y coherentes con su defensa de la ciudadanía democrática, los derechos individuales o el libre pensamiento.
Después de evocar el tiempo en que ambos compartieron aulas y funciones de teatro, Luis Alberto de Cuenca habla de La infancia recuperada como de un libro fundacional —lo fue y lo ha sido para muchos— donde Savater recogió su fervor por las lecturas de adolescencia y primera juventud, gesto desafiante en una época que condenaba los libros de aventuras como un ejercicio de vano escapismo. Esta defensa, como otras de índole muy distinta que retratan el perfil del escritor como un intelectual verdaderamente comprometido, es inseparable de un cierto estilo del que González Troyano destaca la lucidez, el afán combativo, la transparencia o la ironía. Es propio de los sabios no solo —como dice Savater en la entrevista— ir dejando de lado los caminos de ignorancia, sino también aprovechar el conocimiento de un modo que trascienda la mera erudición para hacerlo fructificar en saludables lecciones de vida.