Lo breve, si bueno
La concesión del Premio Nacional de Narrativa a Cristina Fernández Cubas, por un libro de cuentos que ya antes había ganado el de la Crítica, sumada al Nacional de las Letras que recibió Juan Eduardo Zúñiga, autor de varias series de relatos inolvidables, no es fruto del azar en lo que al prestigio del género se refiere. Puede que el cuento literario, pese al auge que ha experimentado en las últimas décadas, siga siendo minoritario en relación con la novela, pero la calidad de quienes lo cultivan y la consolidación de un público que sigue y aprecia sus propuestas, alimentan a una comunidad muy activa —de cuentistas y de lectores, de editores, críticos o profesores de escritura creativa— que explica la buena salud del género y su actual protagonismo.
Para José María Pozuelo Yvancos, esa calidad, asociada al gusto por el riesgo y la variedad de registros, está fuera de duda y es visible en el elevado número de autores que han ido tomando el relevo a los referentes del medio siglo, una nómina donde se alternan los veteranos y los más jóvenes, abierta a la influencia de otras literaturas y a múltiples líneas que abarcan el humor, la crítica social, las historias urbanas, los tonos fantásticos o los juegos experimentales. Entrevistada por Guillermo Busutil, la citada Fernández Cubas reflexiona sobre algunos de los motivos que comparecen en su narrativa —escenarios cotidianos, percepciones insólitas, la infancia como territorio fronterizo, el acceso a realidades otras— y aborda su manera de entender el relato, donde tan importante es lo que se muestra como lo que se oculta. Por su misterio e intensidad, el género breve reclama o exige —nos dice— un lector despierto.
Frente a los autores de corte clásico o más tradicional, sostiene Eloy Tizón, una parte de los cuentistas actuales —susceptibles de ser acogidos a la etiqueta del postcuento, que acuñó él mismo— se aleja de los modelos demasiado restrictivos para ensayar direcciones que amplían los límites del relato o los desdibujan, en su empeño por fijar un nuevo canon o recorrer caminos no hollados. Y también en este terreno, que por supuesto abarca las literaturas latinoamericanas, destacan autoras como Guadalupe Nettel, Isabel Mellado, Valeria Correa Fiz o Samanta Schweblin, analizadas por Silvina Friera que recalca su singularidad y lo que sus libros, hermanados por la condición animal, tienen de desafío. De otra tradición especialmente fecunda, la norteamericana de lengua inglesa, extrae Miguel Ángel Muñoz varios nombres de mujeres —Munro, Berlin, Hempel, Moore— que han enriquecido un linaje marcado por la huella de predecesoras tan poderosas como Dorothy Parker o Flannery O’Connor. Como editor de uno de los sellos especializados en la publicación de relatos, Juan Casamayor sabe de lo que habla cuando afirma que no se trata de una moda, sino de la lenta y progresiva conformación de un entramado en el que —sugiere— queda mucho por hacer.
Y Zúñiga, decíamos al comienzo. De los relatos del maestro, en particular los pertenecientes a su trilogía de la Guerra Civil, escribe Marta Sanz, que señala la capacidad del autor para construir a partir de átomos aislados una vasta panorámica y relee el texto inicial de Largo noviembre de Madrid —“Pasarán unos años y olvidaremos todo…”, empieza diciendo el narrador, que concluye lo contrario— para apelar a la compasión y a la memoria, sí, pero también a la conciencia histórica y a la pervivencia de un dolor —la violencia no ha cesado— que no acaba nunca.