Los dueños del secreto
La publicación en español de las esperadas memorias de John Le Carré, popular seudónimo del británico David Cornwell, invita a revisar tanto su itinerario personal y su celebrada trayectoria literaria como los ingredientes de un género estrechamente vinculado a la Guerra Fría, que se extiende más allá de sus límites históricos —dio frutos antes de la existencia del Telón de Acero y ha seguido dándolos, como prueba el caso del propio Le Carré, después de la caída del Muro— pero alcanzó un auge especial durante los años en los que los países occidentales se enfrentaban a la amenaza soviética. Misiones secretas, agentes dobles, engaños, disfraces o lealtades cambiantes definen la atmósfera, a menudo ambigua, de la intriga de espionaje, que toma elementos de la novela negra o de aventuras a los que añade un trasfondo político marcado por el enfrentamiento entre ideologías, batiéndose en un terreno difuso donde no caben los escrúpulos humanitarios y el fin, imponerse al enemigo, justifica todos los medios.
Temprano colaborador de la Inteligencia y funcionario de los servicios secretos hasta que el éxito como escritor, de la mano de El espía que surgió del frío, lo llevó a dedicarse exclusivamente a la literatura, Le Carré, como señala Justo Navarro, contribuyó a reinventar el género al retratar a sus protagonistas —George Smiley, Alec Leamas, Harry Pendel— como seres complejos y de rasgos antiheroicos, muy alejados de los estereotipos que difunden las novelas de acción. Para Navarro, el autor sigue la línea representada por Somerset Maugham, Eric Ambler o Graham Greene, de quien admira la búsqueda de valores morales, y ha demostrado su versatilidad antes y después de la desaparición de la URSS, extendiendo una mirada cada vez más crítica a múltiples conflictos y escenarios que lo han llevado a viajar por todo el planeta. “La ficción —sostiene Le Carré— quizá sea el único modo de decir la verdad”, cuando se trata de cuestiones sometidas a la manipulación o las lecturas interesadas.
De ello, de la propaganda o batalla de las ideas, habla Ignacio Vidal-Folch, que se remite a guerras recientes o actuales como las de Irak y Siria sin olvidar la novedad que supone el terror yihadista, pero viaja también atrás en el tiempo para evocar la capacidad organizadora y persuasiva de dos visionarios rivales, el nazi Goebbels y el comunista Münzenberg —capaces de atraer o de engañar a amplios segmentos de la población en la era de la comunicación de masas—, o la gélida e impecable eficacia del famoso infiltrado Kim Philby, huido a Moscú cuando se descubrió su doble juego. Menos conocida que la de Philby, pero igualmente fascinante, es la figura de otro de los miembros del grupo de los “cinco de Cambridge”, el exquisito Anthony Blunt, caracterizado por Alfredo Taján como un hombre de gran talento y sólida formación artística que hasta cierto punto, dada su profesionalidad, hizo de la traición un arte.
Y está por supuesto Bond, James Bond, la celebérrima criatura de Ian Fleming —también con experiencia en los servicios secretos— que como dice Antonio Lozano se ha convertido en un verdadero icono pop, próximo al imaginario de los superhéroes pero con debilidades muy humanas. Las mismas, escribe con humor Alicia Giménez Bartlett, de las que se aprovechan las reales o ficticias colegas de Mata Hari, siempre bellas e irresistibles, aunque sea más difícil imaginar —tampoco había hasta hace poco mujeres en posiciones de poder— los ejercicios de seducción a la inversa.