Los mares nuestros
Los hablantes de la lengua latina, que también lo llamaron interior o nuestro, heredaron de los griegos el nombre que todavía hoy usamos para aludir a su ubicación en el medio de las tierras, pero lo que la geografía señala como una sola masa de agua, desde las Columnas de Hércules hasta el Helesponto, es en realidad una suma de mares, tantos como las culturas que lo han recorrido o se han asomado a sus riberas. Extendido en el espacio o en el tiempo, el mundo mediterráneo abarca numerosas lenguas y tradiciones que desde hace milenios vienen transmitiendo un sinfín de historias relacionadas con el mar, partes de un legado mayor que tiene en el gran verde, como lo denominaron los antiguos egipcios, el referente fundacional de una memoria compartida.
Desde los poemas homéricos que la inauguran, toda la literatura griega, dice Aurora Luque, está penetrada por el mar, el Egeo de las mil voces que inspiró a los autores clásicos y continúa estando presente en los contemporáneos, que como Elitis o Cavadías, Karystiani o Tsircas, siguen escuchando sus rumores. De la mano de Claudio Magris, devoto del marino Conrad, Mercedes Monmany viaja al Adriático que guarda los recuerdos de infancia del escritor, atraviesa toda su obra y define su identidad como natural de Trieste, la ciudad que ejercía como puerta de entrada al desaparecido Imperio de los Habsburgo. De la parte del Mediterráneo que baña el levante español, incluida su Mallorca natal, escribe José Carlos Llop, que describe un triángulo o “ruta de las gambas” —Palamós, Denia, Sóller— donde se encuentran las tierras hermanadas por el uso secular de variantes de una misma lengua, el catalán de Llull, March o Martorell.
Otra isla, Sicilia, es abordada por Alejandro Luque en un paseo que revisita algunos de sus celebrados paisajes y destaca la riqueza y diversidad de su literatura, apreciable en el elevado número de grandes escritores —Verga, Pirandello, Quasimodo, Lampedusa, Consolo, Bufalino, Sciascia o Camilleri— que ha aportado a las letras italianas. De vuelta al oeste, muy cerca ya del océano, Alejandro V. García y Juan José Téllez dirigen la mirada a ambos lados de la cuenca para espigar, el primero, los versos dedicados al mar de poetas andaluces como Pérez Estrada, Manuel Alcántara, José Carlos Rosales, Ángeles Mora, María Victoria Atencia, Teresa Gómez, García Montero o Javier Egea. A juicio del segundo, buen conocedor de la realidad de la otra orilla, la literatura marroquí no puede reducirse a los nombres más difundidos, como Ben Jelloun o Chukri, hay decenas de autores valiosos —algunos de ellos tienen el español como lengua literaria— y se impone una mayor conexión entre los dos mundos.
Vía de comunicación y de intercambio, fuente de riqueza no sólo material, escenario histórico o soñado para toda clase de aventuras o enfrentamientos, el Mediterráneo está indisolublemente ligado a la travesía de Ulises en los inicios de la literatura de Occidente. De alguna manera la Odisea, sugiere Caballero Bonald, sus episodios y personajes, pero también los modos de expresión o las técnicas narrativas, contienen y prefiguran todos los poemas y relatos que han venido después, hasta hoy mismo. Somos hijos de Homero y herederos de quienes se inspiraron en sus versos, como lo somos de ese mar que forma parte de nuestro código genético y no debería erigirse en barrera. Muchos pueblos han habitado y siguen habitando sus costas europeas, africanas o asiáticas, pero, como bien afirma Llop, el Mediterráneo entero es la casa.