Narrativas audiovisuales
Hace ya algún tiempo que tanto los críticos como los aficionados sostienen que buena parte del mejor cine actual está asociado a las series televisivas que en algunos casos se han convertido en verdaderos fenómenos
Hace ya algún tiempo que tanto los críticos como los aficionados sostienen que buena parte del mejor cine actual está asociado a las series televisivas —aunque la televisión no sea ya el único medio de difusión para los espectadores de la era de internet— que en algunos casos se han convertido en verdaderos fenómenos. Si hasta ahora se hablaba de la influencia del lenguaje cinematográfico en la literatura contemporánea, la eclosión de las series y su creciente prestigio han introducido nuevos códigos o referentes que han dejado huella en el imaginario de los creadores de ficciones y asimismo en los ensayistas, interesados por el poder de seducción de las narrativas audiovisuales y por su ascendiente cada vez mayor entre los degustadores de ficciones a secas.
No es nueva la serialidad, recuerda Jorge Carrión, ligada a la prensa desde los orígenes y también, por ejemplo, a la escritura y recepción de la novela decimonónica, en buena medida publicada por entregas, pero el consumidor moderno no tiene ya por qué seguir los ritmos regulares de difusión y puede acceder de una vez —a cualquier hora, desde distintos dispositivos— a los contenidos completos. En las series televisivas, además, la unidad ha rebasado el episodio para abarcar la temporada, pero en todo caso es su carácter abierto —hablamos de literales works in progress— lo que las distingue de las obras acabadas, que se ofrecen desde el principio como tales y no pueden beneficiarse, al contrario que aquellas, de una respuesta que a veces condiciona su desarrollo.
Muchas de las series, digamos, clásicas, están vinculadas a recuerdos de infancia o adolescencia y sirven por ello para establecer complicidades generacionales que también pasan a la literatura. Manuel Vilas, que dedicó una novela al mundo de la televisión, confiesa que esta cambió su percepción de la realidad e incentivó su imaginación, que se complacía en pensar qué hacían sus personajes predilectos entre episodio y episodio, y aprovecha la ocasión para reivindicar las series españolas. Uno de los profesionales de ese mundo, el también novelista Miguel Sáez, comparte con los lectores la experiencia de adaptar una obra propia al medio televisivo, que a su juicio tiene —por la duración del metraje— un potencial mayor que el cine para contar historias. El trabajo de los guionistas se inscribe en una cadena de la que forman parte muchos otros eslabones, pero a menudo la inspiración viene de una novela preexistente y no pocas de las series más populares así lo demuestran. En su reportaje sobre el trasvase de formatos, Héctor Márquez recoge algunas de ellas —tanto nacionales como foráneas, aunque la globalización del género tal vez haya hecho de la procedencia un dato superfluo— y deja asimismo constancia del camino inverso, señalando la creciente bibliografía sobre series que en ocasiones alcanzan el estatuto de obras de culto.
Nuestra época, afirma Ernesto Pérez Zúñiga, padece nostalgia de los héroes, pero estos, encarnados por los seres de ficción, no tienen ya o siempre las trazas ejemplares de los mitos tradicionales y asumen las debilidades que conviven con las virtudes en los individuos reales. El espectador contemporáneo necesita reconocerse en unos personajes que resultan más conmovedores y verosímiles cuanto mayor sea su complejidad. Huye de los estereotipos y prefiere verse reflejado en las criaturas falibles o contradictorias que, como ocurre en la vida misma, no son buenas o malas a tiempo completo.