Octubre
Nadie a comienzos de los años ochenta del siglo pasado habría podido prever que al régimen nacido de la Revolución ahora conmemorada apenas le quedaba una década de vida, pero mucho más sorprendente fue que de la victoria de los bolcheviques surgiera un Estado que no solo heredó los territorios del zar de todas las Rusias, sino que llegaría a ampliar su dominio sobre vastas zonas de Europa y extendería su influencia a buena parte del mundo. Los glorificados o aborrecidos días de octubre, que en realidad, de acuerdo con el calendario gregoriano, fueron en noviembre, alumbraron una mitología que solo en tiempos relativamente recientes ha empezado a ser analizada al margen de los prejuicios ideológicos. El énfasis en unos u otros aspectos sigue marcando una suerte de divisoria, pero como sostiene Julián Casanova la tarea de los investigadores es abordar los hechos a partir de datos contrastados y con una mirada crítica.
En entrevista con Eva Díaz Pérez, el historiador aragonés plantea dejar atrás las visiones transmitidas por los autores filosoviéticos o antimarxistas para atender a la complejidad de un proceso que no tuvo su origen en una sola revolución, sino en varias, que prendieron entre los soldados, los campesinos o los obreros a raíz de las derrotas en la desastrosa guerra contra los Imperios Centrales y de la percepción del hundimiento de un poder anclado en otra época, cuya autoridad había dejado de ser sagrada. Las ideas de Casanova sobre el periodo, recientemente plasmadas en una síntesis clarificadora, trascienden el orden político y abarcan cuestiones sociales, culturales, religiosas o de género, en sintonía con una parte de la historiografía actual que se ha distanciado de los enfoques tradicionales, igualmente ortodoxos en sus planteamientos de partida.
En el ámbito de la literatura, la Revolución coincidió con un momento de renovación de las letras rusas que se vio truncado cuando el orden soviético, que no concebía un arte que no estuviera, de acuerdo con su terminología, al servicio del pueblo, impuso las directrices del realismo socialista. El afán de experimentación de las vanguardias, como explica Juan Bonilla, fue sustituido por la propaganda y cualquier desviación de la norma —lo comprobaron decenas de escritores silenciados o perseguidos, entre ellos no pocos de los partidarios de la primera hora— era castigada con el ostracismo o cosas peores. De puertas afuera, sin embargo, la URSS se benefició por mucho tiempo de la simpatía de numerosos periodistas e intelectuales que celebraban el aparente empeño por construir una sociedad emancipada. Ignacio F. Garmendia cita algunos ejemplos de este interés que se tradujo en un aluvión de publicaciones, obra de cronistas o de viajeros que contaron sus experiencias e impresiones en el país de los sóviets.
Sobre el descrédito y la fragilidad última de la dinastía Romanov escribe Alfredo Taján, que evoca el esplendor declinante de la corte de Nicolás II y también la incapacidad del gobierno provisional de Kérenski, tras el destronamiento del zar, para evitar la deriva revolucionaria y la consiguiente guerra civil. De la zarina Alejandra, un personaje del que suelen destacarse los rasgos negativos, trata su biógrafa Espido Freire, que resalta el perfil trágico de su figura y la necesidad de abordarla sin caer en los tópicos habituales. Para Juan Eslava Galán, la odiada tiranía zarista fue sustituida por otra de distinto corte en la que los rusos, ahora en nombre del Estado, no dejaron de ser esclavos.