Para siempre Comala
Es probable que el próximo centenario del nacimiento de Juan Rulfo, que se celebra en mayo, sirva para difundir aún más la obra del escritor mexicano, pero no puede decirse que esta necesite de una consagración puesto que tanto los relatos de El Llano en llamas (1953) como la novela Pedro Páramo (1955) vienen siendo considerados desde hace décadas como verdaderas cumbres de la literatura latinoamericana del siglo XX. Pocos escritores de cualquier época o procedencia han logrado un reconocimiento semejante a partir de una obra tan reducida en la extensión, indisociablemente ligada a la realidad mexicana y al mismo tiempo universal, de ahí el formidable influjo que ha proyectado —hasta hoy mismo, inmune a los efectos a menudo embalsamadores de la canonización académica— dentro y fuera del vasto ámbito de las narrativas hispánicas.
La originalidad de Rulfo, señala Álvaro Salvador, tiene menos que ver con los temas que con la manera, caracterizada por innovaciones técnicas como la estructura fragmentaria, el uso de los registros orales o el monólogo interior, y sobre todo con la mirada del autor de Jalisco, que recrea el sustrato rural o los efectos de la violencia revolucionaria de acuerdo con una perspectiva no realista ni meramente fantástica, sino mítica o simbólica, deudora de la historia pero a la vez fuera de ella. De este modo Comala, el espacio imaginario de su narrativa, toma elementos centrales de una tradición mestiza donde perviven el recuerdo de los caciques o el culto a los muertos, pero va más allá al construir la poderosa metáfora de un territorio detenido en el tiempo.
De la conexión de Rulfo con otro grande, Gabriel García Márquez, escribe Élmer Mendoza, recordando la feliz mediación de Álvaro Mutis —que le regaló al primero un ejemplar de Pedro Páramo— y la huella del mexicano —o más bien los “vasos comunicantes” entre ambos, que no son préstamos expresos— en la obra del autor de Cien años de soledad. Ese ascendiente sí existe en el caso de los nuevos narradores del país azteca para los que Rulfo, más que Octavio Paz o Carlos Fuentes, es como afirma Antonio Ortuño un maestro ineludible. Autores como David Miklos, Cristina Rivera Garza, Yuri Herrera, Alberto Chimal o Heriberto Yépez han reconocido y celebrado el lugar de referencia que ocupa el jalisciense, el potencial renovador de sus libros —esa “sequedad fértil” de la que habla Herrera— y la cualidad visionaria de su escritura. Tampoco cabe olvidar la importante aportación de Rulfo al arte de la fotografía, abordada por Ricardo Martín que destaca tanto la autonomía de esta actividad respecto de su trabajo literario, como los evidentes vínculos —la poética, la materia prima, el estilo despojado— entre las dos facetas de un creador extraordinario.
La maravillosa semblanza de Elena Poniatowska, que lo entrevistó por primera vez hace más de sesenta años, retrata a Juan Rulfo como un hombre silencioso y proverbialmente discreto que más tarde sobrellevaría como pudo —con incomodidad manifiesta— el éxito y la admiración que concitaba su obra. En un mundo dominado por la vanidad y repleto de egos infatuados, conmueven la reserva y la elegante modestia de este escritor huidizo —“apenado por los aplausos”— que cambió para siempre el modo de enfrentar la tradición mexicana y cuyo legado, poco más de dos títulos y varios miles de imágenes, marca un hito memorable en la literatura no solo hispánica de su siglo.