Pasos al frente
Desprestigiada durante los años en que parecía que todo iba sobre ruedas, la idea del compromiso ha recobrado actualidad por causa de la crisis no sólo económica, los cambios en el panorama político o una demanda general de regeneración, ampliamente compartida, que exige de los ciudadanos —no sólo de los escritores e intelectuales— una mayor atención a los asuntos públicos. Tome o no la forma de una militancia expresa e independientemente de la orientación ideológica que adopte, esa voluntad de intervenir o de posicionarse ante los problemas comunes reabre el viejo debate en torno a la función social de la literatura y al papel que quienes se dedican a ella pueden ejercer como pedagogos, analistas o agitadores, tanto en sus obras como desde las tribunas.
La crisis, afirma Victoria Camps, ha actuado como revulsivo y puesto de manifiesto la necesidad de un rearme moral. Entrevistada por Guillermo Busutil, la pensadora reivindica una ética de la virtud que, partiendo del ámbito de la educación, debe extenderse al conjunto de la sociedad para convertirla en transmisora de los valores cívicos que permiten la convivencia. A los momentos de desencanto, apatía o indiferencia, sostiene Camps, suceden otros de movilización en los que “volvemos a armarnos políticamente” y se impone, sobre la tendencia individualista, un deseo de cooperación que lleva a reclamar derechos colectivos, sin olvidar que estos conllevan obligaciones o responsabilidades. Malraux, Camus, Cortázar o Vargas Llosa son algunos de los autores citados por José Andrés Rojo para ejemplificar la figura del escritor comprometido, que alcanzó su máximo predicamento en los años de la Guerra Fría —la época del mandarinato de Sartre, con sus luces y sus sombras— y cuyo ascendiente o credibilidad serán tanto mayores cuanto más capaz sea de mantener su independencia, huyendo del alineamiento visceral o la consigna partidista.
Toda literatura, empieza por decir Marta Sanz, es literatura comprometida y la ideología, de forma consciente o indeliberada, impregna cualquier discurso. Convertida en objeto de consumo o en mero espectáculo, la cultura se transforma en algo inocuo. Desechando la complacencia o el falso altruismo, propio de las conciencias autosatisfechas, las escrituras políticas se distinguen por una “lucidez dolorosa” que no precisa del marco realista —sólo una posibilidad entre otras— para cumplir su objetivo de desvelar contradicciones y mostrar el modo a veces invisible en que los poderes transmiten las ideas dominantes. No todas ellas, sin embargo, parten de presupuestos radicales o vinculados al imaginario de la izquierda y existe, como señala Ignacio Peyró, una tradición moderantista que toma sus referentes de la órbita liberal-conservadora, escéptica respecto a los beneficios de las utopías redentoras y partidaria de la transacción o de la reforma como las vías más adecuadas para el buen gobierno.
De una figura tan alejada de la imagen habitual del escritor comprometido como Juan Ramón Jiménez, paradigma del poeta puro, habla Álvaro Pombo, para defender que no hay una oposición estricta entre la dedicación exclusiva de un autor a su obra y su vinculación a la sociedad de la que forma parte. No es necesario que se ocupe de temas candentes o relacionados con la actualidad contemporánea. Más que otros que pasaban por ejemplos de sensibilidad social, sin obediencias ni servidumbres, Juan Ramón se mantuvo fiel a su idea de la poesía sin por ello dar la espalda a los problemas de su tiempo. Cuando la ocasión lo requiere, hay muchas maneras de dar un paso al frente.