Somos el tiempo que nos queda
Seis años después del inicio de su segunda época, MERCURIO ha alcanzado el número 150 y lo hace celebrando en su portada el esperado Premio Cervantes a José Manuel Caballero Bonald, de cuya obra más reciente ha ido dando buena cuenta. Último superviviente, junto a Francisco Brines, del grupo poético que Juan García Hortelano llamó del medio siglo, Caballero Bonald ha seguido siendo un creador en activo que no se instaló en la comodidad de los homenajes, como demuestran los tres excelentes libros de poemas publicados después de una primera recopilación de su obra en verso que muchos dieron por definitiva.
Acogidas como verdaderas contribuciones, dichas entregas se han sumado a una trayectoria que ya entonces lo hacía merecedor de un alto lugar en la poesía española del siglo XX, y que gracias a su empeño último se ha internado también en el XXI. Atendiendo al conjunto de su obra poética, Antonio Jiménez Millán recorre el itinerario de Caballero Bonald para destacar el rigor, la falta de autocomplacencia o la voluntad disidente de un poeta que ha indagado desde siempre en los territorios de la memoria para alumbrar una realidad nueva y distinta, transformando lo vivido o fabulado en una experiencia lingüística. En esto último incide Pere Gimferrer, “veterano lector” del jerezano, que como él mismo ha venido defendiendo la autonomía del poema y una concepción de la palabra poética que se aparta de la mera transcripción de lo real para proclamar su “fervor por la escritura a un tiempo hermética y lujosa”.
En conversación con Felipe Benítez Reyes, el propio Caballero Bonald evoca sus recuerdos de infancia o del tiempo de la guerra, las cambiantes relaciones con su ciudad natal o su devoción por el espacio sagrado de Doñana, a la vez que define un canon personal en el que Cervantes —junto a Juan de la Cruz y Góngora— ocupa un lugar de privilegio. Del autor del Quijote destaca Caballero Bonald —como Cernuda— su obra en verso, dispersa por toda su producción y tal vez por ello escasamente atendida, pero a su juicio esencial en un escritor que fue, además de narrador, un gran poeta. Estas y otras predilecciones literarias son abordadas por Guillermo Busutil al hilo de la reciente recopilación de la obra crítica de Caballero en el volumen Oficio de lector, donde se recogen los trabajos en los que el escritor —sin dejar de ser poeta, como subraya Gimferrer— ha trazado el mapa de sus afinidades o desamores.
De ese otro mapa que conforman los lugares de la vida de Caballero Bonald, de sus geografías particulares, escribe Julio Neira, en un recorrido que tiene su centro en la provincia gaditana —Jerez, Sanlúcar, Doñana o Argónida— y abarca el paso del escritor por ciudades como Madrid, Barcelona y Mallorca o las decisivas estancias americanas, recreadas tanto en sus novelas como en sus imprescindibles memorias. A su personalidad insumisa, bien reflejada en su obra última, se refiere Luis García Montero, que celebra el doble afán de rebeldía —cívico y específicamente literario— de Caballero Bonald. Llevado de un admirable vitalismo, el poeta ha titulado su poesía completa con una frase reveladora, Somos el tiempo que nos queda. Ese deseo de continuidad, esa voluntad de apurar el camino sin dormirse en los laureles, es otra de las lecciones de un escritor que aúna como muy pocos la autoexigencia y el compromiso.