Tierra firme de la belleza
Este año conmemoramos el centenario de Platero y yo, una de las obras cumbre de Juan Ramón Jiménez, pero incluso sin aniversarios de por medio cualquier ocasión es buena para celebrar al poeta de Moguer, que forma parte de la selecta nómina de los grandes del siglo XX en cualquier lengua. Si la vigencia de un escritor puede medirse por el número de ediciones que recuperan su obra, no hay duda ninguna de que JRJ es un autor vivo que sigue siendo no solo estudiado sino también leído, aunque en su caso la proliferación de títulos tiene asimismo que ver con la compleja y quizá imposible tarea de fijación de un conjunto que el poeta corrigió, reordenó o reescribió incontables veces, llevado del anhelo de perfección —o de cierta manía, agravada con los años, por volver a recorrer el camino andado— que lo caracterizaba.
Juan Ramón Jiménez ocupa hoy una posición incontestable en el canon de la poesía española —y universal— de su siglo, pero como nos recuerda Andrés Trapiello la recepción del poeta ha sido entre nosotros más problemática de lo que podría deducirse del Nobel que obtuvo en 1956, solo dos años antes de su muerte. En efecto, durante décadas fue habitual desdeñar la alta contribución de JRJ o ridiculizar las extravagancias y singularidades de su carácter, ya señaladas por sus discípulos inmediatos, los poetas del 27, y recogidas hasta la caricatura por algunos de los autores de la generación del medio siglo. Gran conocedor de su obra, Trapiello explica muy bien las razones por las que el andaluz universal ha emergido de ese relativo descrédito como uno de los faros de la poesía contemporánea, y entre ellas no es la menos importante la que apunta al trasfondo ético que alienta en su trabajo, pero también en la ejemplar trayectoria de un hombre que “buscó en la tierra firme de la belleza el sentido de la vida”.
Al hilo de dos de esas nuevas ediciones, Por obra del instante y la anunciada de Vida, a las que se sumarán los nuevos tomos de los respectivos epistolarios de JRJ y Zenobia, José Luis Rey resalta de igual modo el perfil más puro del poeta —“no torre de marfil, sino casa de cristal abierta en el centro del mundo”— y su tenaz compromiso con un modo nada autocomplaciente de entender el oficio, que Juan Ramón concebía como una suerte de sacerdocio. Y Juan Cobos Wilkins se acerca a Platero y yo para recorrer las distintas fases de su relación con ese libro fundamental, resaltando la solidaridad del poeta con los marginados —de nuevo el componente moral— o la dureza implícita en muchos pasajes que desmienten la idea de una prosa inocua.
La mujer de Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí, fue una persona imprescindible en la vida del poeta que merece asimismo —aunque no siempre se haya entendido una entrega tan absoluta como desinteresada— el reconocimiento, la gratitud y el homenaje de los devotos juanramonianos. Cabe imaginar, como escribe Eva Díaz Pérez, a una Zenobia diferente que no hubiera consagrado su vida a cuidar de Juan Ramón, pero la abnegada esposa fue un ser no menos excepcional que rehúye las etiquetas y no merece ser juzgado desde posiciones de presunta superioridad moral, pues no cabe duda de que su elección fue libre ni de que, pese al enorme desgaste que le supuso, amó leal y profundamente a su marido. Sus Diarios atestiguan que esa dedicación tuvo un alto precio, pero el sacrificio —lo fue— de Zenobia no hace sino agigantar su figura, unida para siempre a la de JRJ como las dos partes de un todo indisociable.