Un arte infinito
Por las mismas razones que podrían aducirse respecto de su coetáneo Cervantes u otros grandes clásicos de cualquier idioma, la celebración del IV Centenario de la muerte de Shakespeare es un acontecimiento que trasciende el ámbito de la lengua inglesa. Es verdad que su permanente vigencia no necesita de aniversarios para ser celebrada, pero estos pueden servir para recordar la universalidad de obras que tanto tiempo después nos siguen concerniendo e interpelando, sin terminar nunca de decir, como sugería Calvino, lo que tienen que decir, nuevas e inesperadas en cada relectura. Como ha afirmado uno de sus máximos intérpretes, Harold Bloom, reo confeso de bardolatría, el arte de Shakespeare es tan “infinito” que nos contiene y de algún modo nos inaugura, de ahí que el neoyorquino hable, en relación con sus personajes, de “la invención de lo humano”.
Entrevistados por Rosana Torres, Mario Gas y Lluís Pasqual, ambos con un largo historial shakespeareano a sus espaldas y proyectos pendientes de llevar a la escena, conversan animadamente acerca de su pasión compartida por el dramaturgo, del que destacan aspectos como su pragmatismo, su capacidad para conectar con el público, su receptividad a la hora de reciclar motivos heredados o su cualidad de creador total, surgido de un contexto histórico muy distinto del que alumbró el teatro clásico español. Al contrario de lo que ocurre con los escritores —el mismo Cervantes, para siempre el autor del Quijote— vinculados a una obra mayor entre las suyas que se elevaría sobre el resto, asociamos a Shakespeare, como señala Vicente Molina Foix, al conjunto de ellas, que conforman un “mundo” donde no tiene sentido aventurar la primacía. Más que la originalidad de los argumentos —muchos preexistentes, tomados de fuentes diversas— admira su capacidad para deshacer clichés, sorprendiendo con hallazgos poéticos no acuñados, o crear personajes memorables de toda condición, insertados en atrevidas construcciones narrativas que sobresalen por la riqueza y variedad de la peripecia.
Para Espido Freire, la actualidad de Shakespeare se muestra igualmente en los caracteres femeninos —encarnados en el teatro isabelino por hombres o adolescentes— que preludiaron la sensibilidad romántica por sus insatisfacciones, su rebeldía o su destino trágico. Javier Montes se centra en La tempestad, la obra final del dramaturgo, para analizar su relación con la música, equiparada a la magia. Y Antonio Rivero Taravillo aborda la famosa y enigmática colección de los Sonetos, objeto de incontables especulaciones referidas a la identidad del destinatario de la dedicatoria o de los dos misteriosos personajes aludidos en el ciclo, con el que Shakespeare llevó a la perfección una forma métrica levemente variada en la tradición inglesa —tres serventesios y un pareado, el modelo predilecto de Borges— que desde entonces lleva su nombre.
Sumado a las continuas adaptaciones de sus piezas teatrales, el influjo del Bardo es visible en numerosas ficciones escritas o audiovisuales, pero a juicio de Javier Marías quienes se inspiran en aquellas toman sólo los elementos superficiales —no privativos del autor— e ignoran la que es su principal aportación, el estilo, clave o cifra de su pervivencia. Es su manejo del lenguaje lo que hace de Shakespeare un maestro y lo que lo distingue tanto de sus predecesores y contemporáneos como de la mayoría de sus emuladores, que si no advierten su singularidad difícilmente captarán su esencia.