Un desafío pendiente
Aunque los lectores en español podemos acceder a muchas buenas biografías traducidas, clásicas o de nuevo cuño, se ha convertido en un lugar común señalar la carencia de una tradición propia, equiparable a la de otras lenguas europeas y en particular la inglesa, que mantiene una vitalidad envidiable en ese terreno. Ni la literatura académica ni el ensayismo de divulgación han prestado demasiada atención a un género que tiene lectores, como demuestra el éxito de ciertos títulos, pero apenas se aborda en las escuelas o en las facultades, pese a sus indudables virtudes pedagógicas. No hubo entre nosotros renovadores como Emil Ludwig, André Maurois, Stefan Zweig o Lytton Strachey, cuyas obras, a veces muy populares, hemos podido leer en castellano, y si bien no faltan en la actualidad editores e investigadores que tratan de poner remedio a una escasez histórica, lo cierto es que queda mucho camino por hacer. La parte buena apunta a lo que este camino pendiente tiene de oportunidad o de desafío.
Responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, Anna Caballé viene reivindicando desde hace décadas su objeto de estudio, a la cabeza de un grupo pionero que defiende su labor como la de un “observatorio humanista”. La profesora y también biógrafa (Paulino Masip, Carmen Laforet, Francisco Umbral) alude a esa falta de referentes, cita algunas excepciones como Astrana Marín, el doctor Marañón o, más recientemente, el historiador Fernández Álvarez, y señala la aportación de los anglosajones (Gibson, Elliott, Preston) a la hora de enfrentarse a personajes de la historia española. Recordando el trabajo del mencionado Strachey, del Grupo de Bloomsbury, cuando destapó la impostura, la doble moral o las contradicciones de la era victoriana a partir del retrato de algunas de sus figuras “eminentes”, Jordi Amat recuerda la función social de la biografía y propone un ejercicio similar aplicado a nuestro pasado reciente, en un tiempo de incertidumbre que está cuestionando los consensos de la Transición y tal vez exija miradas o aproximaciones desmitificadoras.
De evaluar los logros de la tradición británica, justa y universalmente celebrada, se ocupa María Jesús González, que destaca su calidad, lo abarcador de sus intereses, el prestigio —que se extiende al ámbito universitario, aunque muchos de los biógrafos más reconocidos no sean académicos— y la popularidad del género en las islas, por más que haya quienes piensen que en los últimos años ha entrado en un relativo declive o podría llegar a morir de éxito. A partir de su propia experiencia como biógrafo de Miguel Hernández, Maruja Mallo y Carmen Conde, José Luis Ferris reflexiona sobre los requisitos para llevar a cabo la apasionante tarea de retratar una vida, que necesita de un exhaustivo proceso de documentación a partir de las fuentes orales o escritas, ya publicadas o hasta entonces desconocidas, pero también de cierta cautelosa empatía —nada que ver con la entrega sin reservas— y, sobre todo, de una escritura que presente la información disponible de un modo riguroso y a la vez atractivo para los lectores.
En cierto sentido, como indica Álvaro Pombo, hay una forma mesurada de cultivar la biografía, que pretende recoger la totalidad de una vida pero a la vez es consciente de los límites, y otra, desmesurada, en la que el biógrafo —como Sartre en su libro sobre Flaubert— aspira a una omnisciencia casi divina. Esta segunda perspectiva, fruto de un empeño imposible, no puede conducir sino al fracaso, pero también los fracasos enseñan de la condición humana.